miércoles, 11 de abril de 2007

Viento y grietas 7


De tanto esperar a la muerte sin respuesta quise ir a buscarla varias veces, pero nunca de forma violenta. Dejé de comer, de beber, de abrigarme. Nunca logré alcanzarla. De muy niño, un autobús nos llevaba de nuestro pueblo al colegio. Recorríamos una pequeña carretera, unos quince kilómetros, cada mañana. Un día, en el terraplén que había junto al asfalto, yacía ensangrentado –con la sangre líquida, de muerte reciente- el cadáver de un perro. Chucho, flaco y color canela, con los ojos abiertos rodeados de hilillos sanguinolentos, el cuerpo reventado seguramente por el choque contra un auto. Muerte superflua de lo olvidado. Día tras día contemplé su cuerpo al ir y venir del colegio durante los cinco años que seguí viviendo en aquel pueblo. Las manchas de sangre en la carretera desaparecieron con las primeras lluvias. Progresivamente, la tierra y la hierba se fundieron con el perro por obra y gracia de la putrefacción, hasta que sólo quedó un sucio manto peludo que un día había sido color canela. Con los años no fue más que un pequeño montoncito que el terraplén había ganado a la carretera. Nunca ninguno de mis amigos pareció fijarse en el perro. Yo tampoco comenté nada al respecto. Por eso nunca conseguí suicidarme por completo. Por miedo a morir como aquel perro, a que me dejaran consumir por las bacterias y que nadie reaccionara, que ni siquiera tropezaran conmigo. Hace tiempo que dejé de buscar a la muerte. Ahora es ella la que me persigue, creo.

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