lunes, 24 de julio de 2006

Hokkaido sushi kempo (II): ¿Cuánto hace que no pegas a tu padre?

El título de este post no es sólo una forma de atraer tu atención sin pudor alguno -que también-, sino una frase salida de una de las mentes más retorcidas del cine contemporáneo, el japonés Takashi Miike. No estoy hablando de un provocador en plan Larry Clark, que cree que con mostrar unas cuantas obscenidades de forma explícita tiene todo el trabajo hecho, sino de un creador que le gusta jugar con los géneros convencionales y estirarlos hasta el absurdo con la finalidad de rozar lo directamente perseguible por la ley.
Tras tirarse unos cuantos años como ayudante de directores como Kitano, este feo nipón decidió volar del nido y establecerse como agitador artístico con plena dedicación, aunque eso supusiera vagar con sus primeras películas bajo el mortecino fluorescente que alumbra los estrenos que van a parar directamente al videoclub. Pero eso no hizo cejar en su empeño a Miike, que, armado de un valor encomiable, se echó al monte y se empeñó en estrenar varias obras en el mismo año (y cuando digo varias me refiero a cinco o seis).
Pronto se ganó una vitola de terrorista fílmico que le empujó al circuito europeo de videoclubs, tan mugriento o más que el japonés, pero que, de forma indudable, aporta más caché entre los talibanes cinéfilos. No obstante, había algo en Miike que le apartaba de la bazofia más inmunda del resto de estrenos de serie B: sus películas eran arriesgadas, ya no sólo en cuanto al tratamiento de la violencia, sino en cuanto a la mezcla de géneros y la forma en la que resolvía las escenas. Era cierto, a pesar de todo. Miike era un buen director.
Además, su efervescencia creadora era también cualitativa. Cada vez dirigía mejor, cada vez arriesgaba más, cada vez le importaba menos lo alejado que quedara del cine mainstream, cada ve se inclinaba más por reflejar sus obsesiones y sus influencias. Y así, hoy en día, tenemos en Miike al más importante director japonés del momento (una vez que Imamura acaba de morir), venerado por todos los entendidillos de Hollywood en materia de transgresión y friquismo: Tarantino, Eli Roth (ese cameo inquietante en Hostel)…
¿Qué ha hecho este hombre para merecer eso? Como es natural en este país tan nuestro, la única película suya que ha tenido cierta repercusión en nuestras carteleras ha sido precisamente una de las más flojas, Llamada perdida, un intento de sátira no demasiado conseguida y menos aún entendida (esa chica que se sabe condenada y, tras pedir ayuda lo único que consigue es que retransmitan su muerte en directo) del terror japonés ya comentado hace unos posts por aquí mismo. Por supuesto aquí se vendió como una más de la Factoría Zuzto, así que el fracaso comercial consiguiente hace difícil que se vuelvan a arriesgar con el entrañable Takashi. Lo único que nos queda es acudir a la Fnac para hacernos con delicias turcas como ese corpus unido sólo por el absurdo que es la trilogía Dead or Alive (que, tras unos diez primeros minutos impresionantes, brutales, geniales, excesivos y nunca vistos, contiene homenajes al cine de yakuzas y Blade Runner pasando por bellos recuerdos de infancias perdidas sin olvidar por ello marcianas referencias a Bola de Dragón, por ejemplo), la desconcertante Audition (con dos mitades opuestas; una preciosa, la otra enferma), esa traslación de Scarface al mundo de la mafia japonesa que es Cementerio yakuza (mucho más adecuado el original Graveyard of honor), o la excesiva -incluso entre esta serie de pelis que estoy haciendo- Ichi the killer. Dejo para el final las dos que más me han impresionado, que además son de las últimas que ha realizado: Gozu, una vuelta de tuerca al universo de David Lynch y Cronenberg, pero con un surrealismo tan pasado de revoluciones que lo emparenta en ocasiones con Buñuel; y la definitiva Visitor Q (que es de donde procede el título de este post). En internet podréis leer que es la más extrema de todas las películas de Miike, y lo cierto es que, en principio, el cartel que ofrece es para hacérselo mirar. Y es que el chico no ha escatimado esta vez en gastos: incesto, necrofilia, humor absurdo y nihilismo parental rodado de modo amateur en formato digital. Sin embargo, esto que en principio daría como resultado una basura despreciable acaba siendo de forma sorprendente una exaltación de la figura de la madre en particular y de la unión familiar en general. No me preguntéis cómo, pero es verdad. Una vez más, Miike se ríe de todo cuanto le rodea y se sirve de nuestros tabús y miedos para sorprendernos con el mensaje contrario al esperado por morbosos y cretinos.
Ésa es la clave del cine Miike: las vueltas de tuerca inesperadas en el fondo o en la forma. Ahí tenéis unas cuantas recomendaciones. Ahora sólo falta que os atreváis con él.

jueves, 13 de julio de 2006

El hombre de acero y el director correctito

Partamos de la base de que nunca me ha gustado Superman. No al menos como personaje, aunque sí como concepto base. Es sin duda el paradigma del superhéroe, una especie de Dios entre los hombres, alguien que vela por la humanidad sin recibir nada a cambio y que siempre acaba triunfando. Vale. Ahí se acaba la gracia de Superman. Porque el problema de este personaje es, precisamente, él mismo. El ser alguien invulnerable y el protagonista de una serie de superhéroes hace que pierda toda emoción, ya que sabemos de antemano que nada le puede dañar y que, por tanto, ganará siempre. Sí, es verdad, también está lo de la kriptonita, pero bueno, eso está bien para un par de números, no para tirarse casi un siglo sacando aventuras del tipo en el que deba recurrirse siempre a la kriptonita. Un coñazo, vamos. Por no hablar de que vive en una ciudad de cretinos que no son capaces de descubrir la personalidad secreta de Superman cuando su único disfraz son unas gafas. Y para terminar de arreglarlo, resulta que su archienemigo es un tarado calvo. ¿Cabe mayor desequilibrio entre adversarios? ¿Un dios frente a un calvo?
Así, pues, acudí ayer a ver Superman returns con la sensación de que la película iba a tener que ser muy, muy buena para que lograra cautivarme esta nueva entrega del Salvador asexuado de leotardos azules. Lo único que parecía asegurar que no sería mala es que estaba dirigida por Bryan Singer, responsable de la muy notoria Sospechosos Habituales, de la interesante Verano de corrupción y de las dos primeras y correctas entregas de los X-men. Y digo bien, correctas, porque, a pesar de su llamativa ópera prima, lo cierto es que el carácter creador de Singer parecía haberse atemperado en los últimos tiempos. Es indudable que tiene cierto estilo que se hace patente en todas sus obras, pero es un estilo amordazado, como con miedo de trascender, de llamar la atención. Lo que llamaríamos un artesano de Hollywood, pero, en este caso, un artesano autoimpuesto, autocensurado. Una cosa un tanto fea, a mi parecer.
Y lo que me encontré fue con una mezcla de estos dos factores ya descritos en los que cada uno da lo peor de sí mismo, y en el que lo único que de verdad vi con agrado fue la interpretación de Brandon Routh, que en algunos momentos resultaba un calco del finado y entrañable Christopher Reeve. El resto no son más que dos horas y media (por tanto, no son más ni menos) en las que el equipo de guionistas hace gala de un desconocimiento total del personaje y de cómo elaborar un guión como Dios manda. Porque en semejante ladrillo, en una película de extensión tal, se permiten el lujo de no dar ninguna explicación de cómo se ha llegado a ese punto de la historia y de dejar al final enormes cabos sueltos, por no hablar de que intentan llevar una estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace y se olvidan del desenlace. Es decir, en una película como está no hay clímax, no hay enfrentamiento entre protagonista y antagonista, retratado aquí de forma miserable como un vulgar memo que se enriquece a base de heredar fortunas de viejas con las que se casa y cuyo plan maestro (que no voy a destripar) es lo más ridículo que había oído desde aquello de la paz bisónica de Street Fighter (ver post correspondiente), claro que aquello era un joya del humor y esto no. Por lo demás se desprecian las posibilidades que podía ofrecer el personaje de Superman (que ya he dicho que me parecen limitaditas, pero es que ni por ésas siquiera), al que sólo se le hace cargar con cosas cada vez más grandes (un avión, un cacho de roca, medio yate, bla, bla, bla) y se da al espectador -repito- dos horas y media de tedio en el que sólo hay una escena de acción relevante y está a la mitad de la cinta, una nueva muestra del despropósito que es el guión, rematado por unos veinte minutos finales absurdos e innecesarios.

Fría, blanda, aburrida y lela, Superman returns supone una decepción hasta para quienes íbamos pensando desde el principio que no nos íbamos a encontrar con nada del otro mundo. Compararla con las dos entregas de Spiderman y, sobre todo, con Batman Begins, provoca un vértigo que ni siquiera se merece. Ahí queda eso.