domingo, 24 de diciembre de 2006

Las películas que yo querría dirigir


Hay películas de acción y películas de acción. Y eso que el género de acción es realmente difícil de acotar: ¿pertenecen a él Aliens o Batman Begins? ¿e Infiltrados? Las hay que no son más que puro divertimento, adrenalina y sinrazón, acaso un guión ingenioso (san Shane Black), siempre un protagonista carismático. Como dice Alan Moore, las amamos en silencio y no pensamos que sea necesario nada más (vale, Moore no decía eso de las películas de acción sino de las mujeres, ¿y qué?). Sin embargo, hay otro tipo de películas de acción que podríamos denominar existencialistas. Y en este sub-género, el rey indiscutible es Michael Mann.
Dejemos a un lado El dilema, Ali, o incluso aquella primera versión de El dragón rojo. Centrémonos en sus obras características. Heat. Collateral. Miami vice. Películas todas ellas secas, en las que notas la dureza del bloque de hielo en el que fueron pulidas. En el fondo son una sola: aquélla en que sus personajes están atrapados en el rol que Mann les ha preparado y del que no pueden ni quieren escapar, porque son los mejores en lo que hacen, están dispuestos a llevar hasta el final la situación y, sinceramente, se la suda que el Altísimo se interpusiera entre ellos y su meta, porque dispararían antes; en la que esos mismos personajes no son más que piojos del verdadero protagonista, la ciudad, los rascacielos, no sus inquilinos, ésa es la actriz principal, y su papel es observar la soledad y la tristeza de sus parásitos, cómo se matan sin solución, cómo les consume su propia soberbia, pequeños, altaneros e intrascendentes microbios. No hay en esta película de películas apenas acción, pero, cuando aparece, es brutal, espectacular y cruda (difícil paradoja, pero conseguida gracias a su buen hacer y a detalles muy atinados como el uso de la cámara digital a lo Dogma en películas de tiros), y sus finales no lo son en realidad, simplemente la cámara deja a esos serios personajillos y se va a otro lado, mientras la ciudad continúa con su ritmo perpetuo. El más difícil de los métodos para acabar un filme, pero también el que me resulta más satisfactorio, qué queréis que os diga. Por eso Michael Mann hace las películas que me gustaría hacer a mí.

sábado, 23 de septiembre de 2006

De Koch, Trashorras y El Cartón


Esto que tenéis aquí es el llamado copo de nieve de Koch, espero que comprendáis más o menos su funcionamiento. Lo curioso es que si trazamos una circunferencia que una los tres vértices del triángulo cuando n=0, la figura jamás logrará superar el diámetro de dicha circunferencia, por muchos triangulitos que se vayan añadiendo. Por si alguno de vosotros aún recuerda los límites de matemáticas, tiene algo que ver. Algún día os lo explico con cervezas de por medio. El caso es que esta figura me vino a la cabeza cuando salió a la luz la conversación de Suárez Trashorras que reveló El País hace unos días. Además de dejar en bragas una teoría que llevan dando pábulo un patético calvo que se tapa el cartón de forma lamentable y con extrañas aficiones mingitorias, y un enano coñón gangoso, resentido y retorcido desde hace ya años; además de eso, decía, ha descubierto de forma más o menos directa que todo este andamiaje responde en realidad a una operación comercial que les permita ocupar todo el frente del centro derecha de los medios españoles. Asqueroso y miserable.
Pero lo peor de todo es que los consumidores de esa información contaminada rechazan la evidencia y prefieren lanzarse a saco al fango, liarse la manta a la cabeza y mantener en pie una maquiavélica teoría conspiratoria ya derrumbada, porque no quieren saberse equivocados, malpensados y, peor aún, derrotados.
Y lo cierto es que esta teoría del 11-M puede permitirse el lujo de seguir a pesar de todas las verdades con las que choque. El copo de nieve de Koch que es esta gran mentira puede seguir ocupando el espacio que encierra la circunferencia que se dibujó en Leganés, porque a su público les place conocer más y más conjeturas a pesar de que éstas siempre bordeen el surrealismo. En aquel suicidio colectivo se cerró el grifo de lo que pudiese conocerse, pero dejó un espacio amplio para la especulación que, desde El Mundo y la Cope, llenan con ahínco y sin prisas con ayuda de un paleto como Trashorras, un cretino ruín y esquizofrénico que vendió 200 vivos y que ahora vende y revenderá 200 muertos cuantas veces quiera mientras los adocenados y radicales quieran oírle. Se les cae la baba ante la carne muerta, a los muy animales.

jueves, 14 de septiembre de 2006

De Bendis y sus cosas



Bueno, volvemos a terrenos más friquis; lo siento por algunos de vosotros, pero también he de preocuparme de estas cosillas.
La llegada de Joe Quesada a Marvel cambió de rumbo una editorial que hacía tempo que naufragaba artrítica y anquilosada entre editores incompetentes y guionistas acomodaticios en la estafa que supone el respeto escrupuloso a la continuidad de las historias ya narradas como única credencial ante los lectores más nerds, ruidosos y acríticos, que les aplaudían presa de un conservadurismo un tanto pacato (esto sí que es una frase como Dios manda). No obstante, esta llegada se produjo en dos pasos. El primero fue la cesión de terreno que supuso la creación de Marvel Knights, series un pelín más oscuras que las normales y realizadas por equipos creativos más arriesgados que los originales. El buque insignia de este sello fue el popular Daredevil de Kevin Smith y el propio Quesada. El experimento fue un éxito de ventas (no así tanto de crítica en algunos casos) y en Marvel decidieron tirar la casa por la ventana haciéndole responsable de todas las colecciones de Marvel. Lo primero que hizo, pues, fue fichar al editor estrella de Vertigo, Axel Alonso, que se trajo bajo el brazo a estrellas de la competencia como Garth Ennis, Steve Dillon, Grant Morrison, Frank Quitely o Mark Millar e incluso a autores independientes como David Mack o Brian Michael Bendis. Ahí es nada. Asimismo, se creó el Universo Ultimate, que ha resultado ser el mayor éxito creativo y de ventas de los útimos diez años.
En dicho universo permaneció recluido un tiempo Bendis, refrescando a Spiderman como nadie había logrado desde décadas atrás, así como a los X-Men, tras el paso de Millar. Sólo apareció en en el Universo Marvel tradicional para hacer una saguita pintada por Mack de Daredevil y poco más tarde, por fin, dedicarse a fondo a esta colección con unos resultados que sólo quedan por debajo de aquel Frank Miller del Born Again. Eran números muy dilatados en su desarrollo, pero de una factura impecable. La historia era francamente buena, el modo de llevarla a cabo genial y el dibujo, sucio y furioso, obra de Alex Maleev.
El hecho de trabajar en Ultimate Spiderman y Daredevil no impidió que comenzara una serie pequeña en el nuevo sello adulto de Marvel, MAX, que se titulaba Alias, aunque más tarde derivó a The pulse. En esta colección se cimentó una influencia cada vez mayor de Bendis en todo lo que acontecía en el Universo Marvel, cosa que cristalizó con su llegada a los guiones de Los Vengadores.
Y aquí es donde comienza el llamado por los friquis extremistas Bendisverso. En solo cuatro números este guionista se carga todo el estatus del grupo (y parte de él físicamente hablando). Bien es cierto que no son unos grandes números, pero ha logrado crear una reacción en cadena cuyo final no se otea aún en el horizonte, pero que se prevé descomunal. Desde esos Avengers Disassembled se ha pasado por la creación de los New Avengers (cuán recomendables), el tremendo final de House of M y Decimation hasta, por el momento, Civil War. Y todo por culpa de este hombre, que ha sabido por fin dar dinamismo a todo el conjunto de colecciones Marvel, como un todo orgánico y que, realmente, no sepas adónde va a ir todo a parar. Mientras esos quejicas siguen diciendo que no cuenta nada de información en un solo número y que hay que esperarse a leer un tomo entero para disfrutarlo (me pregunto que haría esta gente a la hora de enfrentarse, pongamos, con un Dostoievski) y que ha entrado en una fase de megalomanía galopante (tan alejada de sus reumáticos guionistas preferidos, encantados de enfrentar una y otra vez a Spiderman contra el Buitre). Pues, por mí, que sigan pataleando.

martes, 5 de septiembre de 2006

La puta que le parió

Bueno, pues ya he visto Alatriste, como el que no quiere la cosa. En parte vi la película porque la protagoniza Viggo, que desde que protagonizó Una historia de violencia me tiene ganado para la causa, en parte porque el personaje y el periodo histórico me tira mucho, en parte porque Pérez-Reverte me tira casi más y me cae de puta madre y además la había recomendado enérgicamente, cosa que nunca había hecho antes con ninguna de las otras adaptaciones que se han hecho de sus novelas (ahora mismo me viene a la cabeza La novena puerta de Polanski y Depp, vaya truño tan inesperado, señores).
Total, que iba predispuesto a que la película me gustara. Y me gustó, pero con matices, con matices que van haciéndose mayores a medida que pasan los días.
Vamos a ver, la recreación que se hace del Madrid de la época es acojonante, de suciedad, mugre y grasa, de príncipes mezclados con mendigos, de vino seco y orín, de mancebías, vidas baratas y prestadas y filos aún más baratos; un buen Madrid, vamos. La iluminación es preciosista, cercana a la de La joven de la perla, como buscando un Velázquez en cada esquina. Las interpretaciones, medidas y correctas en el peor de los casos. En algunas ocasiones (como el final) logra emocionarte. Y Viggo, pues eso, Viggo, que ya es decir mucho. Pero...
Pero no. Cinco volúmenes escritos y otro aún por escribir son muchos para ser cubiertos por una sola película, y la única solución posible a la que puede recurrir Tano Díaz Yanes es la elipsis. Pero una elipsis de la hostia, con perdón. Un abuso de este recurso como nunca he visto antes (la primera novela se la despachan en diez minutillos o así) y que impide que el espectador se enfrasque de veras en la historia, porque cuando un suceso comienza a interesarle hace ya diez minutos que ha terminado. Y, por lo demás, aunque lo intenta, no se consigue nunca dotar a la película de la necesaria espectacularidad (da -mucha- cosa pensar lo que habría hecho con este material un Michael Curtiz, el Kubrick de Barry Lindon, un Patrice Chereau o -¡horror!- un Peter Jackson).
A pesar de todo lo dicho, no podemos negar que es lo máximo que puede dar de sí nuestro cine, que es que no hay más, ni dinero ni talento. Lo que me lleva a plantearos unas cosillas: una, vuestra opinión de la película; dos, por qué se sigue haciendo la sopa boba a los notables bobos del cine español como si fuesen unos lumbreras cuando son incapaces de alumbrar una sola buena idea; y tres, por qué se dice que esta película es la salvación del cine patrio cuando, con su evidente impotencia, no hace más que evidenciar el lastimoso estado de éste. Por supuesto, también podéis aprovechar para insultar al propietario del blog, sana costumbre que ayuda a liberar impurezas y aliviar la tensión facial.

martes, 1 de agosto de 2006

La lista de los listos














En una conversación reciente con Dafaka, concluimos que el cine americano contemporáneo vive un periodo de efervescencia creativa nunca vista hasta ahora, en la que gran número de directores revolucionan el discurso cinematográfico a su total antojo. Este va a ser un post colectivo, en el que cada uno de vosotros va a hablar de las pelis y los directores que más le hayan impactado en los últimos años, pero no sólo citarlos, ¿vale? Y uno por comentario, no seáis ansiosos y copéis todos los nombres en uno solo. Además, podéis ampliar lo comentado por otros, por supuesto.
Yo, por mi parte, empiezo con Darren Aronofski y Réquiem por un sueño, una de las obras más obsesivas, terribles e intensas que he tenido ocasión de ver, en la que todo encaja de forma sobresaliente: interpretaciones frenéticas, montaje variadísimo (casi un intérprete más de la película, que juega a su antojo con el tiempo y la experimentación), banda sonora opresiva (Clint Mansell es, a la sazón, un alumno aventajado de Trent Reznor, así que todo concuerda una vez más) y guión perfectamente construido. Y encima todo en una hora y media de metraje, nada de los tostones plúmbeos de los anillos y los códigos da vincis que nos toca sufrir de vez en cuando.
Os toca.

lunes, 24 de julio de 2006

Hokkaido sushi kempo (II): ¿Cuánto hace que no pegas a tu padre?

El título de este post no es sólo una forma de atraer tu atención sin pudor alguno -que también-, sino una frase salida de una de las mentes más retorcidas del cine contemporáneo, el japonés Takashi Miike. No estoy hablando de un provocador en plan Larry Clark, que cree que con mostrar unas cuantas obscenidades de forma explícita tiene todo el trabajo hecho, sino de un creador que le gusta jugar con los géneros convencionales y estirarlos hasta el absurdo con la finalidad de rozar lo directamente perseguible por la ley.
Tras tirarse unos cuantos años como ayudante de directores como Kitano, este feo nipón decidió volar del nido y establecerse como agitador artístico con plena dedicación, aunque eso supusiera vagar con sus primeras películas bajo el mortecino fluorescente que alumbra los estrenos que van a parar directamente al videoclub. Pero eso no hizo cejar en su empeño a Miike, que, armado de un valor encomiable, se echó al monte y se empeñó en estrenar varias obras en el mismo año (y cuando digo varias me refiero a cinco o seis).
Pronto se ganó una vitola de terrorista fílmico que le empujó al circuito europeo de videoclubs, tan mugriento o más que el japonés, pero que, de forma indudable, aporta más caché entre los talibanes cinéfilos. No obstante, había algo en Miike que le apartaba de la bazofia más inmunda del resto de estrenos de serie B: sus películas eran arriesgadas, ya no sólo en cuanto al tratamiento de la violencia, sino en cuanto a la mezcla de géneros y la forma en la que resolvía las escenas. Era cierto, a pesar de todo. Miike era un buen director.
Además, su efervescencia creadora era también cualitativa. Cada vez dirigía mejor, cada vez arriesgaba más, cada vez le importaba menos lo alejado que quedara del cine mainstream, cada ve se inclinaba más por reflejar sus obsesiones y sus influencias. Y así, hoy en día, tenemos en Miike al más importante director japonés del momento (una vez que Imamura acaba de morir), venerado por todos los entendidillos de Hollywood en materia de transgresión y friquismo: Tarantino, Eli Roth (ese cameo inquietante en Hostel)…
¿Qué ha hecho este hombre para merecer eso? Como es natural en este país tan nuestro, la única película suya que ha tenido cierta repercusión en nuestras carteleras ha sido precisamente una de las más flojas, Llamada perdida, un intento de sátira no demasiado conseguida y menos aún entendida (esa chica que se sabe condenada y, tras pedir ayuda lo único que consigue es que retransmitan su muerte en directo) del terror japonés ya comentado hace unos posts por aquí mismo. Por supuesto aquí se vendió como una más de la Factoría Zuzto, así que el fracaso comercial consiguiente hace difícil que se vuelvan a arriesgar con el entrañable Takashi. Lo único que nos queda es acudir a la Fnac para hacernos con delicias turcas como ese corpus unido sólo por el absurdo que es la trilogía Dead or Alive (que, tras unos diez primeros minutos impresionantes, brutales, geniales, excesivos y nunca vistos, contiene homenajes al cine de yakuzas y Blade Runner pasando por bellos recuerdos de infancias perdidas sin olvidar por ello marcianas referencias a Bola de Dragón, por ejemplo), la desconcertante Audition (con dos mitades opuestas; una preciosa, la otra enferma), esa traslación de Scarface al mundo de la mafia japonesa que es Cementerio yakuza (mucho más adecuado el original Graveyard of honor), o la excesiva -incluso entre esta serie de pelis que estoy haciendo- Ichi the killer. Dejo para el final las dos que más me han impresionado, que además son de las últimas que ha realizado: Gozu, una vuelta de tuerca al universo de David Lynch y Cronenberg, pero con un surrealismo tan pasado de revoluciones que lo emparenta en ocasiones con Buñuel; y la definitiva Visitor Q (que es de donde procede el título de este post). En internet podréis leer que es la más extrema de todas las películas de Miike, y lo cierto es que, en principio, el cartel que ofrece es para hacérselo mirar. Y es que el chico no ha escatimado esta vez en gastos: incesto, necrofilia, humor absurdo y nihilismo parental rodado de modo amateur en formato digital. Sin embargo, esto que en principio daría como resultado una basura despreciable acaba siendo de forma sorprendente una exaltación de la figura de la madre en particular y de la unión familiar en general. No me preguntéis cómo, pero es verdad. Una vez más, Miike se ríe de todo cuanto le rodea y se sirve de nuestros tabús y miedos para sorprendernos con el mensaje contrario al esperado por morbosos y cretinos.
Ésa es la clave del cine Miike: las vueltas de tuerca inesperadas en el fondo o en la forma. Ahí tenéis unas cuantas recomendaciones. Ahora sólo falta que os atreváis con él.

jueves, 13 de julio de 2006

El hombre de acero y el director correctito

Partamos de la base de que nunca me ha gustado Superman. No al menos como personaje, aunque sí como concepto base. Es sin duda el paradigma del superhéroe, una especie de Dios entre los hombres, alguien que vela por la humanidad sin recibir nada a cambio y que siempre acaba triunfando. Vale. Ahí se acaba la gracia de Superman. Porque el problema de este personaje es, precisamente, él mismo. El ser alguien invulnerable y el protagonista de una serie de superhéroes hace que pierda toda emoción, ya que sabemos de antemano que nada le puede dañar y que, por tanto, ganará siempre. Sí, es verdad, también está lo de la kriptonita, pero bueno, eso está bien para un par de números, no para tirarse casi un siglo sacando aventuras del tipo en el que deba recurrirse siempre a la kriptonita. Un coñazo, vamos. Por no hablar de que vive en una ciudad de cretinos que no son capaces de descubrir la personalidad secreta de Superman cuando su único disfraz son unas gafas. Y para terminar de arreglarlo, resulta que su archienemigo es un tarado calvo. ¿Cabe mayor desequilibrio entre adversarios? ¿Un dios frente a un calvo?
Así, pues, acudí ayer a ver Superman returns con la sensación de que la película iba a tener que ser muy, muy buena para que lograra cautivarme esta nueva entrega del Salvador asexuado de leotardos azules. Lo único que parecía asegurar que no sería mala es que estaba dirigida por Bryan Singer, responsable de la muy notoria Sospechosos Habituales, de la interesante Verano de corrupción y de las dos primeras y correctas entregas de los X-men. Y digo bien, correctas, porque, a pesar de su llamativa ópera prima, lo cierto es que el carácter creador de Singer parecía haberse atemperado en los últimos tiempos. Es indudable que tiene cierto estilo que se hace patente en todas sus obras, pero es un estilo amordazado, como con miedo de trascender, de llamar la atención. Lo que llamaríamos un artesano de Hollywood, pero, en este caso, un artesano autoimpuesto, autocensurado. Una cosa un tanto fea, a mi parecer.
Y lo que me encontré fue con una mezcla de estos dos factores ya descritos en los que cada uno da lo peor de sí mismo, y en el que lo único que de verdad vi con agrado fue la interpretación de Brandon Routh, que en algunos momentos resultaba un calco del finado y entrañable Christopher Reeve. El resto no son más que dos horas y media (por tanto, no son más ni menos) en las que el equipo de guionistas hace gala de un desconocimiento total del personaje y de cómo elaborar un guión como Dios manda. Porque en semejante ladrillo, en una película de extensión tal, se permiten el lujo de no dar ninguna explicación de cómo se ha llegado a ese punto de la historia y de dejar al final enormes cabos sueltos, por no hablar de que intentan llevar una estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace y se olvidan del desenlace. Es decir, en una película como está no hay clímax, no hay enfrentamiento entre protagonista y antagonista, retratado aquí de forma miserable como un vulgar memo que se enriquece a base de heredar fortunas de viejas con las que se casa y cuyo plan maestro (que no voy a destripar) es lo más ridículo que había oído desde aquello de la paz bisónica de Street Fighter (ver post correspondiente), claro que aquello era un joya del humor y esto no. Por lo demás se desprecian las posibilidades que podía ofrecer el personaje de Superman (que ya he dicho que me parecen limitaditas, pero es que ni por ésas siquiera), al que sólo se le hace cargar con cosas cada vez más grandes (un avión, un cacho de roca, medio yate, bla, bla, bla) y se da al espectador -repito- dos horas y media de tedio en el que sólo hay una escena de acción relevante y está a la mitad de la cinta, una nueva muestra del despropósito que es el guión, rematado por unos veinte minutos finales absurdos e innecesarios.

Fría, blanda, aburrida y lela, Superman returns supone una decepción hasta para quienes íbamos pensando desde el principio que no nos íbamos a encontrar con nada del otro mundo. Compararla con las dos entregas de Spiderman y, sobre todo, con Batman Begins, provoca un vértigo que ni siquiera se merece. Ahí queda eso.

miércoles, 28 de junio de 2006

Hokkaido sushi kempo (I): Qué zuzto!

No sé a ciencia cierta si es que comienza a disiparse el furor por el cine de horror oriental o porque ya forma parte del espectro que conforma nuestras carteleras. Y no me valen las explicaciones del tipo El Código Da Vinci ("es mala y punto"): en este caso el fenómeno es tan amplio y heterogéneo -a pesar de unos característicos lugares comunes- que hay de todo: desde tostones infumables hasta obras interesantes. Pero lo único cierto de verdad es que poseen elementos de los que carece el cine de miedo occidental y que, en muchas ocasiones, lo supera. En mi opinión esto sucede de un modo semejante al del origen de alas en insectos y aves: se parte de orígenes muy diferentes para acabar concurriendo en un mismo destino. En este caso ocurre como con el anime, que el origen de sus técnicas y sus rutinas (las caras inexpresivas en las que sólo se mueven los labios) habrá que rastrearlo en el ancestral teatro kabuki o de las máscaras. Echadle un ojo a esto porque no es una teoría descerabrada en absoluto.
Por tanto, lo del cine de terror, ya sea The Ring, La maldición o The Eye, entre otros títulos, responde más a ese atávico mundo de los espíritus tan presente en las mitologías del Lejano Oriente. El problema es que las historias acaban siendo muy semejantes y, salvo las atmósferas y los excelentes momentos de tensión, se acaba cayendo de forma indefectible en el tedio.
No obstante, parece que existen visos de renovación. Hace unos días, y, como viene siendo normal últimamente, vía Dafaka, me tragué una de las últimas pelis de Takashi Shimizu, Marebito. Para mi sorpresa, lo que comienza como un sucedáneo más de la misma historia, again and again, acaba convirtiéndose en una obsesiva película más cercana a Lynch o Cronenberg, pasado todo por una temática que la hermana con Lovecraft. Un tío se mete por conductos de ventilación del metro hasta aparecer en el Mundo Interior, donde se encuentra a una vampiro que rapta como mascota. Relato obsesivo de miedos íntimos en el que la historia no es lo más importante. Recomendable, aunque hay que ir preparado con estómago y moral suficientes.
En fin. Qué quieres que te diga, yo me cago con esas putas películas, soy un puto crío.

lunes, 12 de junio de 2006

El martillo pilón

Este fin de semana he terminado de leer la última obra de Chuck Palahniuk, Fantasmas (Haunted en el original). Como suele ocurrir con este escritor, la bocanada que supone su lectura es de un aire tan fresco que te raja las mejillas. A menudo catalogado como el nuevo Don DeLillo, lo cierto es que comparten un mismo fin (el análisis de la sociedad que les rodea y sus miedos) pero el medio que utilizan es bien distinto. Si Don DeLillo disecciona al norteamericano medio y su psique con un fino bisturí sin que éste se dé cuenta, Palahniuk, un DeLillo vitaminado y supermineralizado, coge un martillo pilón y se lo estampa en la cara. Y, además, antes le avisa para que mire, para acertar en toda la jeta. Para que toda la superficie del martillo cubra su objetivo. Y luego se reirá. Los que ya han leído algo suyo saben que esto que digo es real como la vida misma.
En esta ocasión, el autor de Asfixia ha optado por un envoltorio original y que conecta a la perfección con su estilo literario ligero. A partir de un hilo conductor que progresivamente va haciéndose más y más breve pero, al mismo tiempo, más y más duro, se conectan diversos relatos protagonizados por los personajes que rondan dicho argumento central y a la vez auxiliar: un grupo de tarados que no se conocen entre sí entran en un taller de escritura un tanto sui generis. Como método único, los aprendices de escritor serán recluidos en un teatro abandonado, emulando de forma artificial la célebre reunión que tuvo lugar en la Villa Diodati entre el matrimonio Shelley, Lord Byron y Polidori, y que supuso a la postre la creación de mitos del género de terror como Frankestein o el vampiro (en un cuento de Polidori que Stoker perfeccionaría más adelante). Sin embargo, las épocas no son las mismas y el resultado tampoco: mientras que en Diodati los recluidos se obcecaron en crear maravillas literarias, en el teatro abandonado se preocuparán sólo por la obtención de fama a cualquier precio. A cualquier precio. Aunque haya que hacer cualquier cosa para ello.
Y es ahí donde Palahniuk está como pez en el agua, narrando atrocidades sin límites con un humor inconfundible. Y mientras, para oxigenar, coloca los ya mencionados relatos entre medias, todos ellos originales, unos pocos intrascendentes, una gran mayoría descomunales, que te dejan sin aliento, quién sabe si por las náuseas, las risas o la admiración.
No quiero contar nada más, ya que lo mejor que podéis hacer es sumergiros en este libro y su crítica descarnada a la fama y las pasiones caucásicas, felices e ignorantes individuos todos nosotros.

Fantasmas, de Chuck Palahniuk, es una suerte de novela de relatos no recomendada a niñitos encantados de la vida, de su coche limpito, su polo y su churri. Sí, no hace falta asustar con fantasmas, porque los verdaderos fantasmas, los que de verdad damos miedo, somos nosotros. Nosotros y los extractores de las piscinas.

martes, 9 de mayo de 2006

No existe el adiós

Este post se estaba haciendo esperar, pero tenía que aparecer tarde o temprano, sobre todo si tenemos en cuenta de que se trata de uno de mis cómics favoritos, si no mi favorito. Si el Acme Novelty Lybrary de Chris Ware (próximamente por este blog) es considerado el Ulises de la historieta, Adiós, Chunky Rice sería, sin duda, El Principito. Y es que no sé qué tienen ambos, cómo pueden llegarte tan adentro con un simbolismo tan naif. Donde antes había jóvenes infantes, zorros y baobabs, ahora tenemos a una tortuga y una rata, no se sabe a ciencia cierta si amigos y amantes, que tienen que poner punto y final a su relación cuando la primera, merced a su instinto inevitable, ha de emigrar lejos de la rata. Lo demás son recuerdos de momentos pasados, de intimidades demasiados intensas para ser olvidadas y alegrías que se convierten en demasiado tristes al ser recordadas. De paso, el comic se fija con dolor melancólico e intensidad desoladora en la historia de un secundario en principio irrelevante, el casero retrasado mental que alquila la habitación a Chunky. Su historia de fracasos, de amistades inocentes rotas en la infancia por la brutalidad del mundo adulto, la historia de su perrita Pisotones... Todos estos detalles son de una emotividad tal que su recuerdo sigue acojonándome ahora, en mitad de la redacción, mientras escribo esto.
La historia, ya lo he dicho, es impresionante; el dibujo, de una efectividad demoledora; y la lección, muy sencilla: "No existe el adiós, Chunky Rice".

Adiós, Chunky Rice, la obra primeriza del autor de la popular Blankets, Craig Thompson, es un relato de inocencias no perdidas, sino rotas de forma abrupta y que te deja en la boca el dulce sabor del dolor que nunca termina de irse. Es imposible de encontrar hoy en día en las librerías, así que pedídmelo o bajáoslo, porque es una auténtica maravilla.

sábado, 6 de mayo de 2006

Fueron los mejores

Lo fueron. Y digo bien. Ya no. Lo tuvieron todo para mantenerse en la cumbre, pero, de repente, las musas decidieron partir. Además, se les fue a los dos a la vez. Porque, aunque son dúo, me niego a creer que son dos entes perfectamente divisibles. Hemos visto sus cuerpos, sus rostros, sus miradas nerviosas de niños perseguidos encerrados en cuerpos de hombres, sus pelos rizados por separado, pero su mente no. Sólo son uno en mente, y, de la noche al día, se vino abajo. Empezaron rápido y bien, con unas energías tremendas, en sólo dos películas tomaron el control del cine contemporáneo y lo apretaron con firmeza.
A Sangre fácil le siguieron Arizona Baby, Muerte entre las flores o Barton Fink, todas ellas marcadas por ser unos enrevesados pastiches de la cultura norteamericana, al más puro estilo de Chandler, pero no necesariamente restringidos al género negro. Y siguieron así, su doble mente hiperdesarrollada y tortuosa parió más y más, hasta llegar a un cénit pocas veces conseguido antes. Su mente doble había clavado un doble salto mortal como si nada: Fargo y El gran Lebowski. Qué os voy a decir de ellas que ya no sepáis, hijos míos. Eso sí, si no las has visto, márchate de este blog, no eres bienvenido.
Y, en un suspiro, se fueron. En sólo un soplo de aire todo se fue al garete. Empezaron a tropezar con un musical personalísimo como O Brother! que, a pesar de todo, se salvaba de la quema; siguieron con un homenaje a las comedias clásicas de Cukor y compañía que no albergaba ni rastro de nuestros hermanitos (salvo el final del asesino smático, lo reconozco); y finalmente la cagaron de forma calamitosa haciendo un remake (¡ellos haciendo un remake!) de una de las joyas del humor inglés (si no LA JOYA) : El quinteto de la muerte.
The ladykillers, y el extraño parón que ha seguido a su estreno, me hacen temer lo peor: que a nuestros Coen nos los han cambiado. Recemos por que no sea así.

jueves, 4 de mayo de 2006

Anverso y reverso




















Las jornadas nocturnas posteriores a mi vuelta de Bruselas estuvieron marcadas por dos películas, demasiado contrastadas entre sí. En primer lugar me tragué Dominó, la última obra de Tony Scott, aun no estrenada por estos lares y que cuenta, como mayor reclamo, con Keira Knightley, una chica que empieza a cansar ya de tanto hacer filmes por un tubo sin que ninguno de ellos merezca la más mínima consideración. Este caso no iba a ser diferente. No he visto jamás un ejemplo semejante de metraje pretencioso y vacío de contenido. A estas alturas empiezo a plantearme que Tony Scott nos vacila desde hace años y se enriquece en base a dos detalles: el parentesco que le une con Ridley, quien de paso creo que también nos hace el tocomocho más de la cuenta, y haber parido un par de películas dignas tirando a cojonudas (la mejor de todas, sin duda, Amor a quemarropa). Pero con Dominó ya me ha tocado pelín los innombrables. Ya está bien de que los montajes vertiginosos y las imágenes tratadas hasta la saciedad escondan el ridículo espantoso de un guión de parvulitos. Y, sobre todo, ya está bien de que el Scott éste repita el mismo final peli tras peli en vista de que la primera vez causó sensación. Pero que el puto tiroteo de Amor a quemarropa se repita en Enemigo público y ahora en Dominó punto por punto ya clama al cielo. Y de lo de que Tom Waits haga un papelito en semejante bodrio es de echarse a llorar. Uno ya no sabe en qué creer...
Harto de estos graciosillos que viven del cuento, oiga.
Menos mal que la noche siguiente me empapé de Johny cogió su fusil, el tremendo alegato de Dalton Trumbo contra los que envían a la muerte a sus hijos en el nombre de la democracia. Es una peli para verla y reflexionar, no para echar aquí parrafadas. Sólo dos cosas: no somos conscientes (o peor aún, no nos importa) del daño que puede hacer la naturaleza humana a quienes nos rodea; y, en segundo lugar, no consigo imaginarme lo que habría hecho Buñuel con este guión (un proyecto que desechó cuando ya estaba muy avanzado).
En fin, os ofrezco una mierda y una joya. ¿De cuál de las dos queréis hablar?

lunes, 1 de mayo de 2006

Dos por el precio de uno (II): A la mierda con todo


El día antes de marchar hacia Bruselas me armé de valor para ver la última película que me había comprado: Grupo salvaje. Mi gusto por Sam Peckinpah nace de los tiempos en que estalló la fiebre Tarantino, en la que todo lo que era violento molaba. De ahí hubo que recurrir a la Historia para descubrir que lo de Pulp Fiction o Reservoir Dogs era bueno, pero no novedoso. La primera película que vi fue Perros de paja, en la que me encontré con un Dustin Hoffman muy diferente al que, en aquellos tiempos, sólo conocía de cosas como Rain man. Esta película era el sueño de todos aquellos que nos veíamos como apocados o enterrados en un marasmo de convenciones que arrinconaban nuestro espíritu. La violencia era en este caso tratada con detenimiento, a cámara lenta en muchas ocasiones, una roja catarsis, un "llevarse a todo por delante sin importar las consecuencias" que me resultó original por su sinceridad, tan extraña de ver en el cine.
Y la segunda que vi fue Grupo Salvaje. He de reconocer que no me enteré de nada la primera vez que la vi. La segunda empecé a comprenderla. Así sucesivamente. Esta última vez me ha maravillado. Y supongo que, cuando cumpla 30 tacos, comenzará a ser la película de mi vida sin discusión. ¿La razón? Pues no sé, pero creo que es la película de la madurez por excelencia.
Cuánto desarraigo debió sentir Peckinpah en vida, qué poco debía interesarle lo que le rodeaba cuando rodó lo que rodó y como lo rodó. Sólo he visto en cine algo semejante, por paradójico que resulte, en el cine de Malick. En esta ocasión, cuando llegué a la escena del poblado mexicano al que acuden huyendo de Robert Ryan, no pude evitar recordar que el carácter bucólico de esos minutos era el mismo que desprendía El nuevo mundo. Otra vez el buen salvaje, otra vez la vida sin civilización como único modo de escape (tema recurrente en este blog pero de un modo totalmente inconsciente, advierto). De hecho, el personaje más despreciable de toda la película es ese Zapata de palo que negocia con los alemanes (la civilización), un salvaje reconvertido en hombre de occidente, un caín sin salvación.
Por ello, por cómo ese hombre ha mancillado el regalo que tenía (no pertenecer a la civilización moelna) es por lo que los hombres de Pike se ceba con él y los suyos. El grupo salvaje es un puñado de renegados de la sociedad, que no tienen cabida en ella ni la necesitan, pero que no pueden huir de ella, esta sociedad les perseguiría por mera soberbia. Saben que están condenados, que no tienen hueco en ese tiempo en el que aparecen ya hasta los automóviles y toman la decisión. De hecho, ya la tomaron cuando marcharon de aquel poblado indígena (una de las escenas más conmovedoras que he visto jamás), pero la tortura de la que es víctima uno de los suyos (da igual que sea el más conflictivo de ellos) es sin duda el detonante.
Sólo queda por vivir un último contacto con una mujer, lo único cierto en sus vidas, y mirarse a los ojos:
- Es hora de irse.
- ¿Por qué no?
Nunca siete palabras encerraron tanto significado. Nunca las miradas y las palabras que pueden tener lugar en diez segundos pudieron llenar tantos tratados sobre la naturaleza humana.
Ya sólo quedaba el fin de la huida. Ya sólo quedaba la gloria.
(Se nota que me gusta, ¿no?).

The wild bunch, la obra maestra de Sam Peckinpah está protagonizada, como ya se ha dicho, por Robert Ryan, pero los que de verdad se llevan la palma son William Holden y Ernst Borgnine. Todos ellos dinamitaron hasta sus cimientos el género del western. A su lado, Sin perdón no es más que un gran epílogo, pero nada más (que conste que también me encanta).

Dos por el precio de uno (I): El retorno de Keenan












Mis niveles de friquismo me impulsaron a comprarme en Bruselas el disco de Tool aun sabiendo que no lo escucharía hasta la vuelta de Madrid. Pero ya sabéis que las ansias del consumista son difíciles de controlar. Además me daban una gorra que no me pondría jamás y una pegatina, así que no pude resistirme.
Y desde que volví, obviamente, no he hecho otra cosa que escucharlo. Como ya conocéis quienes habéis escuchado a este grupo en alguna ocasión, sus composiciones necesitan unas diez escuchas para empezar a adentrarte en ellas. Yo voy por la tercera y empiezo a enterarme.
Han pasado muchos años desde la última vez que este grupo de tipos ocultos bajo la penumbra de sus canciones se reunieron para grabar aquel Lateralus que contenía maravillas como The grudge o Reflection. Después de todo ese tiempo los rumores hacían referencia a que el grupo había desaparecido o que simplemente Maynard James Keenan lo había dejado para explorar nuevas cosillas con A perfect circle. Mañana sale en España, cinco años después, 10.000 days. Y qué queréis que os diga, vuele a ser impresionante.
Allí donde Aenima era duro y seco y Lateralus recargado y meloso, 10.000 days se presenta como lo más directo que se escuchaba de este grupo en mucho tiempo. Ya desde la primera canción, Vicarious, se nos alerta con un comienzo bien clarito que es hora de despertar y entrar en este sonido en el que Keenan se deja llevar por el sonido más accesible de A perfect circle (ya sabéis lo accesibles que son los de A perfect circle, pero aún así son más fáciles de escuchar que Tool, vamos), en las que las melodías vocales son incluso más trabajadas que en el reto de trabajos de las banda. Mientras, el otro puntal mayor del grupo, Danny Carey, continúa reafirmando aquella teoría de que es el mejor batería desde que se nos fue John Bonham. En esta ocasión, como ocurre con MJK, su despliegue de ritmos tribales y percusiones de todo tipo es aún mayor que de costumbre. Y también mayor que de costumbre es la influencia de King Crimson en sus composiciones (volvemos al principio del disco, pero también a ese impresionante medio tiempo que le da nombre y a los efectos arriesgados de la guitarra de Adam Jones que se escuchan durante todo el disco), quizás consecuencia de esa gira descomunal que hicieron hace pocos años. De hecho, estoy por decir que Tool son hoy una versión mejorada y contemporánea de los Crimson, más centrada en la dureza que en lo meramente onanista, quizás.
En fin, qué queréis que os diga, que como no me acrediten para el Festimad y me los pierda me la corto.

Tool, el grupo de referencia en la música actual, rompen mañana su silencio con 10.000 days, otro disco de música densa inexpugnable para la mentalidad de pensamiento/comida/vida fácil que nos rodea. Impresionante, asimismo, el libreto, una muestra más de cómo se lo curran Keenan y compañía.

martes, 25 de abril de 2006

It's a strange world

Aprovechando que quien esto escribe marcha a otros parajes mañana mismo y no vuelve hasta el domingo, voy a dejar un post que sabréis valorar los friquis que os quedáis aquí. Y es que ya era hora de que habláramos un poco aquí de cómics -digamos- mainstream como Dios manda, ¿no?
Desde hace unos pocos años hay que reconocer que han experimentado un crecimiento exponencial de calidad tras una década de los noventa remolona a la hora de experimentar. Pero hubo dos factores que hicieron posible el cambio: la sustitución en Marvel de los viejos tótems editoriales por el aire fresco de Joe Quesada y una nueva avalancha de ingenio proveniente del Reino Unido. Del primer aspecto ya se hablará más pronto que tarde aquí mismo, porque sé que a más de uno (Ganzúas) le interesa, pero vamos a centrarnos hoy en un caso particular del segundo campo.
Si dejamos aparte nombres fundamentales como Grant Morrison o Peter Milligan, hay que dirigir la mirada hacia, quizás, el que realmente esté más perturbado de todos, Warren Ellis. Tras tirarse unos años haciendo trabajillos puntuales e irregulares (recuerdo con gran cariño la saga de cuatro números de Lobezno Still Alive, dibujada por Leinil Francis Yu), este tipo de mirada inquieta cayó en Image y Vertigo. Allí, lejos de la mirada del gran público, comenzó a escribir una serie muy importante de Image -Stormwatch-, en la que, en poco tiempo, sentó sus reales y se cepilló a medio grupo en un crossover en apariencia intrascendente con Alien. Mientras, en Vertigo lanzó una de sus series más personales (y quizás la más iconoclasta de todas), Transmetropolitan, de la que Dafaka puede hablaros con algo más de conocimiento que yo.
De las cenizas de Stormwatch, Ellis creo otra serie llamada The Authority dibujada por un Bryan Hitch que desde entonces no ha hecho otra cosa que no sea crecer y crecer y que se basaba en una premisa muy simple: tres ciclos de cuatro números con unos enemigos que aumentaban en peligrosidad (en el tercer ciclo luchan contra Dios, no os digo más) y unos guiones que no tenían otra cosa que no fueran diálogos efectivos y violencia espectacular. Sin embargo, lo mejor de esta serie llegaría pasados esos doce números, cuando la pareja Ellis-Hitch fue sustituida por Millar-Quitely, con unos resultados magistrales.
Pero lo mejor de Ellis queda, en mi opinión, para la otra serie que preparó al mismo tiempo que The Authority en Image: Planetary. Se trata de una serie reposada, totalmente opuesta a la anterior, sin apenas acción y sí con un guión muy trabajado, en la que unos investigadores de una organización secreta exploran el mundo en busca de sus secretos más recónditos, todo ello con un halo de misterio conspiranoico que te atrapa desde el principio. Y, por si fuera poco, constituye también un rendido homenaje a toda la cultura pulp existente: cada número es un tributo a mitos de este género como, por ejemplo, Godzilla, el cine de John Woo, Tarzán, Nick Furia o Doc Savage. De este modo, Ellis plantea un juego lleno de honradez entre el lector por saber quién es mas friqui de los dos. ¡Ah! Y, por si fuera poco, en el apartado gráfico está John Cassaday, quien casi comenzó con esta serie una trayectoria que no ha hecho más que evolucionar hasta los sólidos e impactantes dibujos que hoy encontramos en Astonishing X-Men, guionizada por Josh Wheddon (sí, dafaka). Ya tenéis por dónde tirar en vuestras compras o búsquedas de internet, niños.

Planetary, arqueólogos de lo imposible, tiene dos volúmenes publicados en España, aunque el segundo está de momento incompleto, a falta de que Ellis y Cassaday tengan un hueco para acabar esta espléndida colección. No obstante, si encontráis los doce números del primer volumen no lo dudéis, porque el final del número doce es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Imprescindible por su inteligencia, sí señor.

lunes, 24 de abril de 2006

En pelotas

Después de comprender mi verdadera naturaleza de hijo de puta sin corazón (lo dicho, no vuelvo a ponerme bizcochón en la vida: hago un post sensiblero y así me pagáis, panda de miserables) he decidido usar el viejo canon de “para subirte la moral, fíjate en alguien que esté peor que tú”. Y de este modo he dado con uno de los personajes que andaban rondando este blog y que tarde o temprano tenía que terminar cayendo por estas líneas. Hablo de Joe Matt.
Uno de los temas que están siendo recurrentes por estos lares es la narración de la realidad: la mencioné de pasada con Henry Miller y la traté a fondo con Sebald. Pero faltaba el más burro de todos, el que se quema a lo bonzo delante de todos nosotros mientras toma nota de nuestra cara de sorpresa. Y ése, insisto, es Joe Matt.
Miembro del trío de amigos más valioso del comic underground (Seth, Chester Brown y el propio Matt) y perteneciente a la escudería de la canadiense Drawn & Quarterly (en la que figuran otros tipos de la categoría de Chris Ware o Tomine, a quien ya se le dedicó aquí un post hace tiempo, sin ir más lejos), es un autor de cómics que podría catalogarse como una versión mejorada y ampliada del maestro Robert Crumb. Si bien no cuenta con un trazo tan impresionante como el de éste (y no es coña, no os dejéis engañar por las apariencias, Crumb es un auténtico crack), sí que tiene una facilidad enorme para transmitir las emociones mediante una gran fuerza expresiva.
Y es que ése es su punto fuerte: lo que quiere transmitir. Lo que hace Matt es contar su vida: plantarse en pelota picada delante del lector y mostrarse como el cerdo malnacido y egoísta que es, sin ningún tipo de remilgo. Onanista patológico, capaz de mear en una botella para no tener que salir de la habitación y cruzarse con el brasas de su compañero de piso, es además un fetichista de las mujeres (de todas en general, a excepción de las que tienen las pantorrillas gordas) y un maníaco compulsivo de Snoopy y los visores de diapositivas de ciudades del mundo.
Pero, no contento con eso, con enseñarse con total impudicia ante el mundo, Matt opta por desnudar en su cómic a sus amigos y a su novia y relatar con total descaro sus relaciones sentimentales, cómo se masturba pensando en la mejor amiga de su pareja o cómo intenta hacerse a la chica de un admirador suyo. Lo más original de todo es que, al publicar las páginas en las que cuenta estas cosas, los aludidos suelen leer lo que escribe, por lo que, como podéis imaginar, no es un tío que tenga una vida social muy envidiable.
Sin embargo, a pesar de todo ello, Matt consigue caer bien a través de su obra, no sé si será por su sinceridad suicida o por lo patético de su existencia. Y todo a través de unos cómics geniales, con un humor que destila mala hostia por todos sus poros y que, en ocasiones, hasta te conmueven por la vida del pobre bastardo, como él mismo se denomina. Pero ya he dicho que no voy a ponerme bizcochón nunca más, así que… Que os den.

Joe Matt, dibujante egoísta y onanista, es autor de una breve obra pero de intensidad sin igual, que ha sido recopilada por La Cúpula (preguntad por Peepshow) recientemente. Ya sabéis, siempre hay alguien peor que tú, pero el peor, sin duda, siempre será Matt.

jueves, 20 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (y III): Díselo a la mano

Mario Kassar y Andrzej Vajna no daban crédito. Acababan de asistir a una sesión de Matrix Reloaded y comprobado cómo un caballo les acababa de pasar por la derecha en la recta final a la meta. Ellos, que habían conseguido las mieles del éxito en la taquilla con Terminator 2 contemplaban el nuevo rumbo que, para bien o para mal, había tomado el cine de acción. Estaban superados por los acontecimientos justo cuando Terminador 3 se encontraba en fase de preproducción. Tras secarse el sudor frío que les provocó el saberse relegados de su puesto decidieron optar por la calle de en medio. "Asumamos lo que puede ser hoy un nuevo Terminator", debieron decirse, "y hagámoslo realidad".
A pesar de que el argumento de la saga parecía haber quedado cerrado de forma correcta en la segunda parte había que seguir con ella. Para eso contaban de antemano con los servicios del inefable Schwarzenegger, que andaba como loco por coger un buen papel que le rescatara del ostracismo en el que se encontraba sumido (previas elecciones en California). Como director, una vez descartado a James Cameron, se recurrió a Jonathan Mostow, que había demostrado una solvencia sobrada en películas como la angustiosa Breakdown o U-571.
Y así, en unos meses, con un inevitable tufo a intento de vivir de las rentas, Terminator 3 llegó a las carteleras. Pero lo que nadie podía imaginar era lo que estaba a punto de ver. La película es el perfecto ejemplo de lo que Rodríguez Lafuente me explicó ayer en clase: una película que divierte al común de los mortales, pero que, a quien tiene un mínimo de cultura cinematográfica, deja boquiabierto. En efecto, los productores decidieron tirar por la calle de en medio, mandar todo a tomar por culo y hacer la película de acción más destroyer de la historia del cine, en la que, además de escenas brutales, tiene cabida la deconstrucción más inteligente de todos los topicazos del género (y, en particular de la saga en sí). Estaban ahí desde hace más de veinticinco años, pero sólo el guión de este filme (obra de los desconocidos John Brancato y Michael Ferris) supo pasárselos por el forro de una forma tan brillante y sin tener que caer en la parodia fácil tipo Hot Shots!.
El John Connor de esta tercera entrega ha dejado de ser el rebelde libertador de la humanidad para convertirse en un matao, un tirao, un patético yonqui que no tiene dónde caerse muerto (interpretado por Nick Stahl, que no se merece siquiera la denominación de antihéroe; en todo caso la de ahéroe). En una de sus juergas habituales asalta una clínica veterinaria para ponerse hasta el culo de fenobarbital (utilizado para castrar químicamente a los perros). Su propietaria resulta ser su futura mujer, y por eso a ambos les persigue la mala, la Terminatrix, un guiño a la serie B más rancia ya que se apela con el máximo descaro al reclamo de un androide-pibón capaz de aumentar su pecho con total libertad. Pero la parejita contará con la ayuda de un Arnie que, desde el principio, demuestra que hace la película sólo para reírse de sí mismo y de sus interpretaciones anteriores. La escena recurrente de cómo obtiene la ropa tras viajar en el tiempo es tan absolutamente hilarante que no puede ser descrita: hay que disfrutarla tal cual.
Además, entre detalles argumentales magistrales se cuelan las ya nombradas escenas de acción. Dos en especial: la respuesta natural a la secuencia de la autopista de Matrix Reloaded, que aquí se convierte en una persecución de una furgoneta a manos de un tráiler grúa de 18 ruedas mientras, de paso, se destruye sin venir a cuento media ciudad con dicha grúa (ver para creer) y una hilarante pelea de los dos terminators en un cuarto de baño a golpe de inodoros. Y todo para terminar con la guinda del pastel: un final asombroso, genial y oscuro, que torna las risas que genera todo el metraje anterior en un gesto de sorpresa y admiración. Y no exagero un pelo, que conste.
En fin, como muestras de la mala baba que destila este peliculón hacia sus predecesoras, aquí tenéis estos dos botones:

La mujer de John Connor: "¡Jódete, gilipollas!".
Terminator: "No puedo acatar esa orden".

John Connor: "¿Estás seguro de que ella y yo acabaremos casados?".
Terminator: "Tu confusión no es racional. Es una hembra sana en edad de procrear".

Terminator 3, la película de acción más inteligente que se recuerda (lo siento, V de Vendetta), pasó desapercibida en su momento, pero atesora un guión verdaderamente impresionante, además de dos de las escenas de acción más hardcore (¡venga, más destrucción!) que he visto en mi vida. Dadle una oportunidad, en serio.

miércoles, 19 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (II): Lo mejor de lo peor


Cuando éramos pequeños, íbamos al cine sin importarnos en absoluto aquello que nos disponíamos a ver. Las Tortugas Ninja, Colmillo Blanco, cualquier tontería nos valía. Sin embargo, a todos nos llegó un momento, un punto de inflexión en el que nos replanteamos si aquello a lo que estábamos asistiendo merecía la pena, es decir, un primer contacto con nuestro sentido crítico. Pues bien, a gran parte de nuestra generación hubo una película que nos abrió los ojos de forma descarnada. Su nombre no ofrecía lugar a dudas: Street Fighter, la última batalla.
Basado en uno de los más populares videojuegos de la época, este film estaba guionizado y dirigido por Steven E. de Souza -por lo que podemos incluirlo ya en lo que se llama cine de auteur-, guionista de (pásmense) La Jungla de Cristal o Commando. La historia cuenta cómo William Guile, coronel de los EEUU, (interpretado por Van Damme con un insólito desprecio macarra hacia el espectador) comanda las tropas que combaten al general Bison en la remota región de Shadaloo (toma ya). Este general está encarnado por el bueno de Raul Julia en la que fue su última película (moriría al terminarla). Se encontraba gravemente enfermo de cáncer, lo que no hace sino acrecentar el patetismo de la película: su cara es la de un enfermo terminal y nunca aparece sin la característica gorra del personaje para no mostrar los estragos de la quimioterapia en su cabello. Bison controla un ejército no mayor de cincuenta hombres desde una base militar que más bien parece un almacén medio derruido que -nadie sabe por qué- tiene una enorme campana en el centro. Su intención es la de crear un ejército de superhombres que le ayuden a conquistar el mundo. El primer ejemplo de esta nueva raza es Blanka, un amigo de Guile al que mutan a base de un liquidillo que parece sacado del quimicefa y unas imágenes dignas de Impacto TV. El experimento, comandado por el científico Dhalsim (un indio que, de buenas a primeras, aparece calvo cuando se ha tirado la mayor parte del metraje con pelo), convierte a Blanka en una especie de Axl Rose pasadísimo y pintado de verde que acojona tanto como avergüenza.
Este hecho cabrea mucho a Guile, que jura vengar a su amigo. Pero no estará solo. Le acompañarán Kylie Minogue -lo juro- con una cara de no saber qué coño pinta en medio de semejante cosa, Ryu y Ken (dos tíos que van de guays e intentan vender a Bison un cargamento de rifles que disparan pelotas de tenis en vez de balas) y una pintoresca unidad móvil de televisión formada por una karateka, un luchador de sumo y un boxeador -lo vuelvo a jurar- que también están cabreados con Bison, aunque no sé por qué. De hecho, la karateka llegará a dar una somanta de hostias tremenda al pobre general, que se estaba tomando un daikiri vestido con una bata de seda, unas pantunflas y (en efecto) una gorra militar. Por último, tampoco podremos olvidarnos de los dos capos del crimen en Shadaloo, Sagat -un calvo tuerto mariposón- y Vega -un español (o así) mariposón-.
Todo esto conforma un cóctel de bizarrismo friqui (que se permite incluso guiños a Godzilla y Good Morning, Vietnam!) que no ha tenido en estos años un competidor que merezca siquiera la comparación. Especialmente reseñables son los depósitos de cadáveres con minirradares, los decorados de la base de Bison que se tambalean al rozarlos, el ataque final ¡en una lancha! (quizás porque no tenían dinero siquiera para alquilar un avión) y, last but not least, el momento en que Bison se cae encima de unos ordenadores, le dan calambre y, por ello, adquiere el poder de volar y lanzar rayos (“es magnetismo superconductor, supongo que lo conocerás”, le explica el chicken a Guile).

Inolvidable de principio a fin, truñazo clásico imperecedero, su visión es obligada desde ya (bajáosla, pedídmela, robadla, ¡haced algo!). Para abrir boca os dejo con unas citas rescatadas para la ocasión:

Bison: “Esperaba enfrentarme [a Guile] en el campo de batalla, un caballero guerrero frente a otro, en un respetuoso combate… Sin duda le habría partido la columna… ¡Raaah!”.

Bison: “Sólo quiero crear el perfecto soldado genético. No por el poder, no por el mal, sólo por el bien. Exterminarán cualquier credo, cualquier nación…, hasta que todo el planeta esté bajo el principio de la paz bisónica”.

El luchador de sumo: “Soy sumo, hermano, mi cuerpo puede estar en un sitio y mi mente en otro”.
El boxeador: “Pues la próxima vez que se vaya de paseo dila que traiga una pizza”.

Un enviado de la ONU: “¿Ha perdido el juicio, coronel Guile?”.
Guile: “¡No, ustedes han perdido los huevos!”.

martes, 18 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (I): Si le tocáis, os mato

Tenéis que comprenderlo. En tiempos en los que la falta de liderazgo social es patente la gente se agarra a lo que sea. Como veis, yo me agarro a Bruce. Por suerte, Bruce no es precisamente lo que sea. Un tipo nacido en Alemania cuyo primer escarceo con la interpretación fue un papelillo en un episodio de Corrupción en Miami y que, de ahí, pasa a protagonizar con la entonces célebre Cybill Shepherd Luz de luna no parece algo normal. Por suerte, Blake Edwards pronto le escogió para protagonizar una de las mejores comedias de los ochenta junto a otra estrella en alza, Kim Bassinger. La película se llamaba Cita a ciegas y no tiene perdón de Dios que no la hayáis visto.
Y poco después llegó a la cúspide. Del edificio Nakatomi, se entiende. En 1988 se creó Jungla de cristal, pero sobre todo se creó el personaje clave de los últimos veinte años (ni Forrest Gump, ni Keyser Soze, ni Vincent Vega, ni hostias), John McLane. El hombre de la resaca de mil pares de cojones, el que no tiene tabaco cuando tiene que salvar el mundo, el de la camiseta de tirantes sucia, el de la voz de Ramón Langa. John McLane, he dicho. Saga en la que lo que menos importa es el argumento (porque, vamos a ver, esto es como lo de Jack Bauer, ¿por qué no llama al ejército cada vez que le pasa algo malo a primera hora de la mañana si ya sabe de antemano que va a ser el comienzo de una guerra mundial?), Die Hard puede ser la trilogía de mayor diversión y honestidad que se haya hecho. Cero pretensiones, sólo adrenalina. No contento con haber parido tan prematuramente al monstruo, Willis se dedicó a poner huevos que bien podían pasar como secuelas de la Jungla, entre las que sobresale El último boy scout, apoteosis del cine de machos mezclada con diálogos a lo Raymond Chandler -“ojalá el cielo no fuera azul, ojalá la lluvia no mojara y ojalá no quisiera a mi ex mujer”- y lo mejor de Arma letal -“si me tocas te mato [y le mata]”-.
Con el tiempo el chico se nos domesticó y cometió errores poco menos que imperdonables (el bodrio inenarrable de Un muchacho llamado Norte, la vergonzosa imitación de Instinto básico que es El color de la noche, la descomunal Mercury Rising -sí, la del niño autista que descifra un secreto de Estado introducido en un crucigrama-, el blasfemo remake de Chacal…) para sólo volver por sus fueros con una joyita llamada Persecución mortal (no hay palabras para describir cómo pega un bofetón a Sarah Jessica Parker y la echa de casa… ¡por haberle tirado una copa de whisky por el desagüe!).
Por suerte, el desdentado y patético boxeador y cantante que es Willis decidió ponerse serio y dejar claro que, aparte del imprescindible John McLane, es un excelente actor: Pulp Fiction (interpretando a un buen boxeador, su quimera), Doce monos… y Night Shyamalan, el director que fue capaz de oler más allá del hedor de su camiseta de tirantes y puso a su servicio las dotes que hacen de él el mejor director de suspense de la actualidad para dar forma a El sexto sentido y El protegido (en unos papeles que me recuerdan mucho al Bill Murray de Lost in translation y Broken flowers, ¿qué opináis?).
Al gran Bruce sólo le quedaba interpretar a Hartigan, el mejor personaje creado por Frank Miller en Sin City y anunciar la preparación de Jungla de cristal 4 para cerrar el círculo. Ya sabéis, McLane nunca se fue porque nunca dejó de estar ahí, sólo estaba tomando unos cuantos bourbon sin hielo mientras agotaba su cajetilla de Marlboro.

Bruce Willis, irresistible alopécico desdentado de 51 años, puede ser el único actor que es capaz de hacer películas de acción, comedia, suspense y drama (este último palo aún no lo ha tocado, pero tiempo al tiempo) y que no chirríe en ningún registro. Ni aunque lo intentes harto de vino, Nicholas Cage.

jueves, 6 de abril de 2006

Él conoce vuestros miedos

Cuando, de repente, la narración se interrumpe al poco de empezar y se ven pasar las hojas de un libro grabadas con una película sobreexpuesta bajo las primeras notas de una opresiva versión del Closer de Nine inch nails, comprendes que algo ha cambiado. Lo que estaba empezando como una película de detectives de tono misterioso pega de pronto un salto no visto hasta entonces. Algunos estetas con vocación de videoartistas lo habían intentado a lo largo de los ochenta con una suerte muy desigual (Adrian Lyne, Russell Mulcahy, los hermanos Scott). Sin embargo, con ese comienzo opresivo y escalofriante no sólo comenzaba Seven, sino que se abrían las puertas a una nueva aportación cinematográfica: la de las técnicas de un género ya maduro (el videoclip) entendidas ahora no sólo como efectos sino como contenido en sí mismas.
En los títulos de Seven estaba concentrada toda la historia que se desarrollaría en el resto de metraje, pero también el rock industrial y dañino de Trent Reznor, la estética visual de Dave McKean y, por supuesto, el estilo visual barroco y asfixiante del director, David Fincher. A diferencia del apestoso histerismo de Mulcahy o el esteticismo vacuo de Lyne, Fincher sí había decidido que tenía algo que contar: quería hurgar con su estilete en los miedos propios del anquilosado hombre occidental.
Curtido en colaboraciones con el pequeño Reznor, tuvo su primera oportunidad de meterse en el mundo del cine cuando le ofrecieron realizar la tercera entrega de Alien. Aun resultando fallida en comparación con el resto de la saga, el Fincher primerizo se las arregló para mostrar los miedos de una comunidad cerrada (los residentes en el planeta-presidio) ante la introducción de un extraño (una mujer, pero también un alien); un tema que Crash trata en la actualidad de una forma más evidente y constante.
A diferencia de muchos otros directores de videoclip que se estrenan en el cine con discretos resultados, Fincher se encontró con un guión de David Koepp que casaba a la perfección con sus ideas: un psicópata que, harto de la hipocresía que mancha cuanto le rodea, decide aplicar siete castigos ejemplares. La intensidad con la que se rodó Seven, junto con las interpretaciones (en especial de Kevin Spacey), la fotografía de Darius Khondji y el traumático final, acabaron por catapultar a su joven director al estrellato de un Hollywood artrítico, al tiempo que generaba la producción de cientos de malas imitaciones.
El siguiente paso fue despojar al prohombre americano de cuanto tenía y enfrentarle con su verdadera naturaleza y con la falsa realidad más realista que pueda imaginarse en The game, museo de los espejos que suscita unos sentimientos encontrados que terminarían cristalizando con su siguiente obra: El club de la lucha. La mezcla de Fincher y Palahniuk (dos de los más grandes genios destroyer del momento) resulta explosiva, ambigua, crispante, polémica, anárquica, genial. La conclusión que arroja a la sociedad: nenitas, no estáis preparadas para la vida, no tenéis los cojones necesarios, dejadme que yo os abofetee un poquito para que espabiléis.
Como terapia ante la neurosis que produjo el contacto con Palahniuk, Fincher optó por una obra más relajada pero no menos redonda, una que mostrara que nuestra protección es nuestra cárcel, que somos presos de nosotros mismos, que estamos solos (y muertos, que diría Miller) y ésa es la única verdad. La llamó La habitación del pánico.
En unos meses, Fincher continuará la autopsia a la especie humana con Zodiac, una reconstrucción de los asesinatos del Zodiaco desde el punto de vista de los periodistas que siguieron el caso. No hace falta que os diga que hay que verla sin falta, ¿verdad?

David Fincher, forense metido a director, continúa meditando cómo meter mano a los males de una sociedad decadente hasta lograr que escueza con rabia sin tener que salir de un anonimato muy beneficioso para sus disecciones.

miércoles, 5 de abril de 2006

Cuando el ser humano recobra la fe en sí mismo

[A petición de Pater]



Como dejé escrito en un comentario del post dedicado a Henry Miller, este escritor veía que el futuro de la novela estaba en la propia biografía y en la ausencia total de hechos ficticios, si acaso sólo los pensamientos libres que se originaran en el autor a la hora de escribirla. Recuerdo que, cuando leí esa opinión, pensé que esto sólo podría tener continuidad en casos de existencias tan salvajes como la de Miller.
Y lo cierto es que aquí el nihilista feliz tenía razón: existe hoy una corriente entre los literatos que propugnan esta suerte de ensayo novelado como única evolución posible para este género. Ahí están, entre muchos otros, los casos de Antonio Muñoz Molina y Sefarad, Martin Amis y Experiencia (aunque también es cierto que se trata más de una biografía que de otra cosa) o Koba el Temible, Paul Auster y La invención de la soledad… Y Sebald, claro, cómo olvidar a su máximo exponente.
Me había equivocado. No hacía falta ser una jauría de perros rabiosos encerrados en el cuerpo de un degenerado para poder hacer una obra que pudiera maravillar por su ingenio y osadía al resto del mundo. Sólo poder hacerlo. Tan fácil y tan difícil. Un retraído profesor alemán de universidad inglesa se había convertido desde el anonimato del ermitaño académico en el mayor impulsor de este tipo de novela. Si es que puede denominarse así a la reconstrucción del recorrido que Sebald hizo por el condado de Suffolk (“En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí después de haber concluido un trabajo importante”, comienza Los anillos de Saturno) o las entrevistas a cuatro personas que conforman Los emigrados.
Con un estilo de una densidad apabullante, de frases que pueden ocupar varias páginas, sin un solo diálogo en toda su obra, Sebald comienza a armar un conjunto muy homogéneo de novelas en las que lo más trivial es el propio argumento y lo más importante los prodigiosos recuerdos que invaden la acción principal hasta casi desterrarla de las páginas. El autor, casi siempre protagonista, no deja de maravillarse de cuanto le rodea con una veneración que sólo puede compararse al cine de Malick mientras nos habla de asuntos tan dispares como la historia de la pesca del arenque o los amores de Stendhal mientras nos enseña un poco de su desconocida personalidad, de la timidez patológica que le hacía temblar ante el contacto de una mujer o huir de un vagón de tren ante las risas de unos niños. Y estos cambios se hacen de una forma pasmosa, los temas parecen fluir igual que en su mente y acaban en una insondable melancolía y en un anhelo por volver a la tierra donde nació o a un tiempo donde todo fue mejor. La sensación es, de nuevo, como la que se siente al ver cine de Malick, se recobra la fe en el ser humano, o, al menos, en la especie que es capaz de originar personas como éstas.
Paradójicamente, un hombre como él, que tanto disfrutaba de la quietud, el silencio y la soledad, fue a encontrar la muerte en una carretera, siendo aún un desconocido profesor universitario. Cuesta imaginarle metido en un coche, siendo tan amante de los paseos como era, pero el final de uno suele ser caprichoso. E injustamente temprano.

W. G. Sebald, alma emigrada, nos hizo partícipes de su erudición y nostalgia por sus particulares paraísos perdidos en Vértigo, Los anillos de Saturno, Los emigrados (los tres editados por Debate) o Austerlitz (Anagrama). Pocos libros tan difíciles de leer y al mismo tan edificantes y vitalistas como los del Joyce del siglo XXI, como algunos han llegado a considerarle.

martes, 4 de abril de 2006

Steven bueno, Steven malo

Éste de aquí al lado es un genio, lo mires por donde lo mires. Con su carita de no haber roto un plato, como Bill Gates, pero con apariencia de ser menos pardillo. Quizás sea su pelo descuidado o ese prominente e inconfundible labio de judío, pero le da un aire de listillo, de saber lo que se hace aunque de primeras le tomes a guasa al chaval. De hecho, hay gente que, treinta años después de que este tío empezara a funcionar, sigue sin tomarle en serio. “No está mal”, dicen con desdén ante el último estreno de turno de Steve, “pero tampoco es nada que no se hubiese hecho ya”.
Sí, resulta que Steve tiene un gran problema con estos tipos: además de saber hacer cine, sabe hacer dinero, y por eso le desprecian. Por supuesto, cuando hace un film menos comercial son los primeros en gritar por cada esquina que va a ser un fracaso en taquilla y que Steve se ha vuelto a equivocar. Es decir, los mismos miserables envidiosos de siempre. Menos mal que la historia se libra de mediocres como éstos en cuanto le da la gana (sólo unos añitos de margen), mientras que la producción de Steve perdurará.
Pero, a pesar de lo dicho hasta ahora, evitemos caer en la hagiografía. Es cierto, Steve es un genio, pero no es Dios (lo siento Pater), si acaso un esquizofrénico del arte. Me explico; a mi parecer existen dos tipos de enfoques en el cine de Steve: el de Steve bueno o el de Steve malo (malo de malote, para que me entendáis; no de mala calidad, vamos). Los dos Steves conviven incluso en una misma película, pero siempre suelen diferenciarse de forma clara.
El Steve bueno es el niño apasionado por el cine y aprisionado en el cuerpo de un adulto que tiene grabado a fuego en la cabeza el sense of wonder de las novelas pulp, los superhéroes y el cine espectacular de los años cuarenta y cincuenta de Hollywood. Es el Steve luminoso, de las películas ligeras, de los niños repipis e insoportables, el de la mayor parte de ET, la trilogía de Indiana Jones, los criajos asquerosos de Parque Jurásico, el Christian Bale prepúber de El Imperio del Sol, el Leo DiCaprio que no dejaba de hacer el tocomocho en Agárrame si puedes
El Steve malo es el de las arrugas y las canas que arrinconan cada vez con mayor insisitencia al Steve bueno, el preocupado por el uso demagógico de las causas nobles y por honrar la memoria de quienes le precedieron. Es el de La lista de Schindler, el primer cuarto de hora de Salvar al Soldado Ryan, Minority Report
Esta mezcla tan contrapuesta puede originar en ocasiones excesos de una (la terrible y asquerosa por bizcochona mitad final de Inteligencia Artificial) o de otra (los excesivamente pomposos prólogos y epílogos de La lista… y Salvar…o el desvarío onírico de esa última joya que es Munich), pero lo que no puede negársele nunca es que este señor hace cada vez mejores películas (a partir de La Lista de Schindler, en mi opinión), a un nivel general por encima de cualquier otro director de Hollywood, pero parece que eso no importa si no vas de auteur o de modernete y encima te forras con cada nuevo estreno. En fin…
¿A cuál de los dos Steves preferís?

Steven Spielberg, director de directores, suele poner un nuevo huevo cada año (o dos, como el año pasado con La Guerra de los Mundos y Munich). Para el futuro tiene proyectadas cosas como la cuarta parte de Indiana, una biografía de Lincoln o un remake de My fair lady. Para todos los gustos señores, como acostumbra (dicho sea de paso).

lunes, 3 de abril de 2006

El anciano Kaplan deseará haber sido el nihilista feliz


La artrosis, el entumecimiento, la soledad y el dolor le hacían recordar. Con la cabeza apoyada sobre la ventana del salón de casa, tapado con una manta que le quitaba ese frío que se había apoderado de su cuerpo años atrás, miraba el alto edificio de cemento que tenía frente a su casa. Hacía meses que no podía bajar a la calle porque las piernas le temblaban más de la cuenta cuando se ponía en pie. Pero, quejumbroso, quebradizo, el anciano Kaplan no recordaba su vida porque aún la tenía demasiado reciente y no le había parecido gran cosa excepto unos pocos momentos que aún le hacían reír. Lo que aquel Kaplan volvía a vivir era aquello que no había vivido per se, sino lo que vivió en su lugar el nihilista feliz, como le llamaba Vargas Llosa, lo que aquel hombre transmitió al resto del mundo.
Aquel viejo que dejaba ir de sus manos los días sin darse cuenta siempre pensó que había nacido en la fecha equivocada, que le había tocado en suerte una época aburrida, en la que todo estaba descubierto y en la que no podía sentir ningún tipo de emoción por la vida: no había misterio alguno por conocer al prójimo ni, menos aún, al propio individuo. Por eso envidiaba tanto el anciano Kaplan al nihilista feliz.
Cuando el nihilista feliz llegó a París huyendo de la Gran Depresión no tenía nada que perder ni que ganar, casi como el país que le acogía: las miles de muertes que la Gran Guerra había dejado en Francia supusieron una deriva social y vital para los supervivientes que casó de forma perfecta con el inconformismo patológico del nihilista feliz. Sólo en un caldo de cultivo semejante aquel hombre pudo permitirse vivir años a base de prometer la realización de una novela definitiva que nunca escribía. Aquel nihilista feliz había encontrado en la bohemia su víctima propiciatoria y mamaría de ella hasta que no quedara una sola gota. Es cierto que pasó hambre y penalidades varias, que los piojos y la sífilis no eran más que males menores, pero sobrevivió con las fuerzas suficientes para que su pensamiento no se doblegara. Tuvo los redaños suficientes para volver a Estados Unidos y seguir malviviendo a base de trabajar en la oficina de correos, pegar sablazos a sus sufridos íntimos, follarse a todo lo que se moviera, joder al cabrón conocido y ayudar por todos los medios a su alcance al indefenso desconocido. El nihilista feliz odiaba y desconfiaba de todo el mundo, pero también amó más que nadie ese regalo que era su misma existencia. Se rebeló contra la rebelión y supo ser consecuente con lo que implicaba esa palabra en cada momento, incluso cuando, ya anciano, echaba a patadas de su granja de Pacific Palisades a los hippies que acudían allí creyendo que su dueño seguía practicando el amor libre.
Lo único que reconfortaba al viejo Kaplan es que el nihilista feliz también pensaba que había nacido en una época equivocada: su sueño era haber nacido en la Edad de Piedra, en la que el hombre era el único dueño de sí mismo y su propiedad y que haría cuanto estuviera en sus manos por que siguiera siendo así. “¿Cómo llamarían ahora a esa actitud: fascismo o anarquismo?”, se preguntó Kaplan. “Qué coño importa”, dijo entre toses moribundas a su reflejo en la ventana.

Henry Miller, el nihilista feliz, es autor de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, entre otras. De la primera es la siguiente cita: “He encontrado a Dios, pero no basta. Sólo estoy muerto espiritualmente. Físicamente, estoy vivo. Moralmente, soy libre. El mundo que he abandonado es una casa de fieras. Amanece sobre un mundo nuevo, una jungla por la que vagan espíritus flacos y de garras aguzadas. Si soy una hiena, soy una hiena flaca y hambrienta: salgo de caza para engordar”. Como para que no sea mi ídolo…

jueves, 30 de marzo de 2006

El joven Kaplan soñó que era Guy Fawkes

Ayer, por las cosas que tiene mi día a día, me tocó asistir a una sesión de control en el Congreso de los Diputados que nos pertenece a todos nosotros. La curiosidad no me mataba, la verdad, pero no voy a decir que me molestara ir a ver a nuestros políticos, quizás por algún tipo de querencia enfermiza.
Tras despojarnos de todas nuestras pertenencias electrónicas (incluidos los mp3) y nuestras armas de fuego, nos metieron en la zona de invitados en la que no podíamos siquiera asomarnos para ver las bancadas. Pero lo cierto es que tampoco necesitábamos una mayor perspectiva. Con lo que veíamos teníamos suficiente.
Pepiño Blanco se recostaba en su escaño de espaldas al estrado mientras se sacaba un moco y lo pegaba en el escaño de al lado, que, por supuesto, estaba vacío (más o menos faltaba un 40 por ciento de los diputados); una fila más arriba, a su izquierda, otro diputado socialista no hacía más que pegar gritos a los del PP ("¡Torpes! Zaplana, es todo culpa tuya!"), a los que no podíamos ver porque estaban debajo nuestro, pero sí oír sus gritos (en especial un "que os den" de claridad meridiana); en el centro del hemiciclo dos señoras diputadas (qué mal suena) parecían hacer ganchillo mientras comentaban las evoluciones de sus adorables nietecillos; un tipo leía una revista con total impunidad y relajo; el resto se dedicaba a hablar por el móvil o con el compi de al lado alegremente o a chatear por internet. Finalmente, cuando se iban aburriendo, abandonaban la sala y se iban a tomar un cafetito. No está mal para el sueldo que cobran. Qué sacrificio, qué sangre española tan pasional, qué vida política tan agitada la de estos prohombres.
Anoche me desperté tras soñar que yo era Guy Fawkes (¿que quién es Guy Fawkes? Eso lo sé hasta yo) y el Congreso mi víctima propiciatoria. Tan sólo espero que estrenen pronto V de Vendetta y que sea tan buena como dicen para poder quitarme a estos cínicos, chorizos y embusteros tiparracos de la cabeza. Coño.

V de Vendetta, próximamente en su cine más cercano, es la adaptación de la anarco-novela gráfica del mismo nombre creada por Alan Moore y David Lloyd (¿qué haces que aún no la has leído?) que está inspirada en la figura del británico Guy Fawkes.

miércoles, 29 de marzo de 2006

El pequeño Kaplan quería ser vikingo

En el periódico del lunes leí con dolor la noticia. Richard Fleischer había muerto. Quizás a ninguno de vosotros le suene, incluso muchos de vosotros jamás habrá visto ninguna película suya, pero su muerte me dejó hecho polvo.
A quien me conozca quizá no le sorprenda, pero yo de pequeño veía muchas películas. O, al menos, veía mucho las películas que me gustaban. Recuerdo cómo manejaba con habilidad pasmosa el mando del vídeo Beta de mi padre para poner una y otra vez (incluso en el mismo día) las dos cintas a las que siempre acababa recurriendo cuando terminaba Tom y Jerry. La primera de ellas es también, si la memoria no me falla, una de las películas de la infancia de Ganzúas, Flash Gordon, la adaptación horterilla que Dino de Laurentiis montó a partir de los añejos cómics de Alex Raymond, con una preciosa Ornella Mutti, un sorprendente (por extraño) Max von Sydow y una inolvidable y no menos horterilla (escuchada hoy) canción principal que corría a cargo de Queen, ni más ni menos. La película ideal, en fin, para un niño que no hacía otra cosa que jugar con los Masters del Universo.
La otra cinta ya no era tan normal para un crío de cinco o seis años. Se llamaba Los vikingos y databa del año 1958. Estaba protagonizada por Kirk Douglas, Tony Curtis y Janet Leigh y, sinceramente, era la hostia. Nos mostraba a unos vikingos desprejuiciados, que no hacían más que divertirse, ya fuera comiendo cordero asado, bebiendo cerveza en cuernos de vaca, navegando por los descomunales fiordos, saqueando ciudades enteras, liándose con cuantas más mujeres mejor y sin temor alguno a la muerte con la que tanto tonteaban. La vida entendida como gozo y libertad plenos y conjuntos. La vida entendida también como una falta de principios morales total y benévola. Además contaba con una banda sonora espectacular (aún hoy la recuerdo y me se ponen los pelos de punta), una historia entretenida y trágica (vista ahora incluso se percibe cierto toque de tragedia griega) y una violencia inédita para la época en la que fue realizada (el ojo de Douglas arrancado por un halcón de caza, su padre devorado por los lobos, la mano amputada de Tony Curtis y su muñón cicatrizado a fuego… ¿qué dirían hoy de este tipo de cosas?). El cóctel, pues, que todo niño desea. Tanto es así, tanta fue la obsesión del jovencito Mr. Kaplan por la película de marras, que cuando le preguntaban de forma típica y tópica por lo que quería ser de mayor, el niño contestaba siempre tajante con una sola palabra: “Vikingo”.
Años más tarde advertí que el responsable de esta obra se llamaba Richard Fleischer, y que había dirigido otras maravillas como El estrangulador de Boston (que tiene uno de los finales más sobrecogedores que pueda imaginarse, la locura hecha imagen). Sin embargo nadie parecía recordarle. El lunes murió, y la noticia no ocupó más que dos columnitas, cuando yo le habría dedicado el periódico entero. ¿Cómo puede hacerse justicia a alguien que te ha hecho tan feliz sin él pretenderlo de forma directa y sin siquiera conocerte? ¿Por qué el recuerdo y toda la admiración que pueda profesarle me parecen ahora tan insuficientes?
Y a ver, vosotros, ¿cuál es la película de vuestra infancia?

Richard Fleischer, sacrificado orfebre de Hollywood, era hijo del creador de Betty Boo y Popeye, fue director de casi cincuenta películas y falleció el pasado sábado en Los Ángeles a los 89 años de edad. Nos vemos, chaval.

martes, 28 de marzo de 2006

Matrix recycled (y II)

Parece que les gustan los truños, señores. Me ha costado Dios y ayuda hacerles esperar hasta hoy para poder hablar de las secuelas de Matrix. Lo que creía que era un mal endémico de mis amigos de toda la vida ha resultado ser una conducta habitual. Está bien, tomo nota de sus apetencias para futuras aportaciones.
Matrix acababa con un falso final, un continuará que, con sinceridad, me parecía bastante correcto, ya que dejaba a la imaginación de cada uno cómo el tal Neo iba a conseguir liberar al resto del mundo del yugo de las máquinas. Pero no, los Wachowski salieron envalentonados de esta aventura y decidieron darlo todo por otra tajada millonaria. Agotada ya esa fuente de ideas que representaba Grant Morrison, decidieron seguir hacia delante a base de pura megalomanía.
Los nombre pomposos procedentes de la cultura clásica y la religión cristiana resultaban lo suficientemente petulantes como para pasar por trascendentes ante las masas, así que, ya puestos, se dijeron los hermanitos, vamos dar la forma de trilogía a nuestro invento para que adquiera connotaciones épicas y diremos que lo teníamos pensado así desde el principio. Las rodaremos a la vez, continuaban razonando los brothers, que da la idea de que es una empresa colosal, pero las estrenaremos con seis meses de diferencia, para que la gente vaya en manada y, entre medias, podamos volver a darles el tocomocho. El tocomocho venía, esta vez, en forma de despliegue multimedia y frontal: se estrenaban videojuegos y cortos de animación de todo tipo (ordenador, anime…), cuyas historias corrían paralelas a la narración principal.
El caso es que esa narración principal era una basura. Lo importante era epatar al respetable mediante sofismas que parecían molones o técnicos o metafísicos pero que no tenían nada dentro, como buenos sofismas. Eso sí, en Matrix Reloaded (la segunda parte, vamos) se creó una carretera entera para una escena de persecución automovilística, aparecían 300 agentes Smith (no pregunten por qué), salía un tipo al que no se le entendía nada al hablar (o eso pensaban ellos) y, además, se mostraba (por fin) Sión, guau, la legendaria ciudad de la resistencia y patatín patatán. En realidad, más que de una ciudad se trataba de una macrodiscoteca (unión perfecta de La Nuit y el espectáculo de Mayumaná) en la que los rebeldes se ponen a bailar como descosidos a base de tripis la noche antes de la invasión de los robots o algo así.
Pero esta confrontación final llegaría en Matrix Revolutions, el último (esperemos) parto de la saguita, en la que ya no nos importa un carajo lo que le pase a Neo. Durante el plomizo metraje de esta tercera entrega no hay más que una especie de videojuego de naves que transcurre en Sión mientras Neo, para no perder la costumbre, vuelve a zurrarse la badana con el agente Smith (uno de ellos, porque resulta que ahora son miles) al más puro estilo Bola de Dragón, como bien apuntaba Ganzúas en el anterior post. El final es tan tonto y baladí que obvio comentarlo.
Lo único bueno que tiene todo esto es que, siempre según una muy personal teoría que desarrollaré aquí más pronto que tarde, sirvió de punto de partida para esa maravilla titulada Terminator 3 (los que la han visto lo comprenderán; los que no, créanme de momento). Por lo demás, a la papelera de reciclaje con los hermanitos.
Mañana prometo tratar un tema más profundo. Perdonen, pero tenía que desahogarme.

El conglomerado Matrix, orquestado por los señores Wachowski, está a su disposición en cualquier punto de la cadena de consumo mundial, en cualquier tipo de producto. ¿Toallitas de Matrix? Quinta planta, por favor. ¿Whatisthematrix? Ya lo dijo Gustavo, Matrix eres tú.

lunes, 27 de marzo de 2006

Matrix recycled (I)

La actualidad manda y, además, me sirve para gastar la mala baba que tengo desde que vi esa tomadura de pelo llamada Hostel. Telemadrid emite esta noche y la de mañana las dos primeras partes de una de las sagas más populares del cine de los últimos años: Matrix. De hecho, sólo otro mamotreto de semejante despliegue técnico y longitud como es El señor de los anillos le supera como fenómeno social.
Los hermanos Wachowski, tipos que pueden catalogarse abiertamente como raritos (para muestra un botón), una especie de Malicks de diseño y de palo, habían causado cierto revuelo con su primera obra de renombre, Lazos ardientes. Se trataba de un film noir protagonizado por Jennifer Tilly y Gina Gershon que, aparte de las morbosas escenas lésbicas entre ambas, contaba con ciertos alardes técnicos, sobre todo en el campo de la fotografía, que lo hacían destacar por encima de la media.
Pronto fueron captados por Joel Silver, productor responsable de la mayor parte de las grandes -en cuanto a presupuesto- películas de acción de los ochenta y primeros noventa, que, en cambio, había perdido terreno en los últimos años frente al inefable Jerry Bruckheimer (La Roca, Armageddon, bla, bla, bla). Los hermanísimos le contaron que tenían en mente un concepto revolucionario dentro del género de acción, que sería un espectáculo visual sin precedentes pero que, además, tendría un argumento profundo y denso. Sólo le pidieron que montara una campaña de marketing salvaje que incrementara el interés de las masas. Pronto, el slogan de whatisthematrix? inundaba la red, pero la pregunta no tenía respuesta: la película seguía su producción bajo un secretismo hermético.
El resultado lo conocéis todos: dinero a espuertas, gafas de sol modelo me molo, agente Smith para acá y para allá, tiros, soy el Elegido, que sí, que no, Neo, soy tu padre (huy, ésa no), más tiros, rock industrial... Lo que quizás no se sepa es que todas esas influencias de San Agustín y Platón de las que hablaban los hermanitos para tirarse el rollo delante de los periodistas se reducían en realidad a un plagio indiscriminado de la formidable Los Invisibles de Grant Morrison (para más información consultar aquí), que, a su vez, bebía del anarquismo del V de Vendetta de Alan Moore, que, precisamente, ahora va a ser llevada al cine bajo la supervisión de los Wachowski, de forma que el círculo de influencias más o menos veladas se cierra. Nos queda, pues, que la originalidad de Matrix se limita a lo técnico y que los hermanos, más que inteligentes, son unos listos.
Pero, aparte de conductas poco éticas, lo que había era una película entretenida.
De acuerdo.
Mañana seguiremos con la historia de esta joyita de saga. No os lo perdáis, que viene lo mejor.

jueves, 23 de marzo de 2006

Los perros de Tíndalos: Conclusiones previas a la saturación


Cuando parecía que hasta yo me había cansado del tema del terror y similares, ha llegado El Nene (quizás con las fuerzas que conlleva volver de la pérfida Albión, ya nos contarás) y me ha soltado una pregunta en el primer post de Tíndalos que creo que merece la pena como epílogo a estos tres textillos, así que la pongo como post del fin de semana. A ver si habéis aprendido algo:
¿QUÉ ENTENDÉIS VOSOTROS POR MIEDO?
Ya estáis empezando a hablar, anda. Por lo demás, en el orden del día querría pediros vuestras sugerencias para tratar en el blog. Ya se han hecho algunas e incluso yo he adelantado algunas de las que están por venir, pero hasta Mr. Kaplan tiene sus límites (de hecho, Mr. Kaplan está hecho de límites) y necesitará tarde o temprano vuestra ayuda. Muchas gracias y a ver Hostel o Three Extremes como locos (si alguien se apunta, a llamarme).
PD: Charlie Kaufman haciendo una peli de terror... Eso sí que me da miedo...