martes, 25 de abril de 2006

It's a strange world

Aprovechando que quien esto escribe marcha a otros parajes mañana mismo y no vuelve hasta el domingo, voy a dejar un post que sabréis valorar los friquis que os quedáis aquí. Y es que ya era hora de que habláramos un poco aquí de cómics -digamos- mainstream como Dios manda, ¿no?
Desde hace unos pocos años hay que reconocer que han experimentado un crecimiento exponencial de calidad tras una década de los noventa remolona a la hora de experimentar. Pero hubo dos factores que hicieron posible el cambio: la sustitución en Marvel de los viejos tótems editoriales por el aire fresco de Joe Quesada y una nueva avalancha de ingenio proveniente del Reino Unido. Del primer aspecto ya se hablará más pronto que tarde aquí mismo, porque sé que a más de uno (Ganzúas) le interesa, pero vamos a centrarnos hoy en un caso particular del segundo campo.
Si dejamos aparte nombres fundamentales como Grant Morrison o Peter Milligan, hay que dirigir la mirada hacia, quizás, el que realmente esté más perturbado de todos, Warren Ellis. Tras tirarse unos años haciendo trabajillos puntuales e irregulares (recuerdo con gran cariño la saga de cuatro números de Lobezno Still Alive, dibujada por Leinil Francis Yu), este tipo de mirada inquieta cayó en Image y Vertigo. Allí, lejos de la mirada del gran público, comenzó a escribir una serie muy importante de Image -Stormwatch-, en la que, en poco tiempo, sentó sus reales y se cepilló a medio grupo en un crossover en apariencia intrascendente con Alien. Mientras, en Vertigo lanzó una de sus series más personales (y quizás la más iconoclasta de todas), Transmetropolitan, de la que Dafaka puede hablaros con algo más de conocimiento que yo.
De las cenizas de Stormwatch, Ellis creo otra serie llamada The Authority dibujada por un Bryan Hitch que desde entonces no ha hecho otra cosa que no sea crecer y crecer y que se basaba en una premisa muy simple: tres ciclos de cuatro números con unos enemigos que aumentaban en peligrosidad (en el tercer ciclo luchan contra Dios, no os digo más) y unos guiones que no tenían otra cosa que no fueran diálogos efectivos y violencia espectacular. Sin embargo, lo mejor de esta serie llegaría pasados esos doce números, cuando la pareja Ellis-Hitch fue sustituida por Millar-Quitely, con unos resultados magistrales.
Pero lo mejor de Ellis queda, en mi opinión, para la otra serie que preparó al mismo tiempo que The Authority en Image: Planetary. Se trata de una serie reposada, totalmente opuesta a la anterior, sin apenas acción y sí con un guión muy trabajado, en la que unos investigadores de una organización secreta exploran el mundo en busca de sus secretos más recónditos, todo ello con un halo de misterio conspiranoico que te atrapa desde el principio. Y, por si fuera poco, constituye también un rendido homenaje a toda la cultura pulp existente: cada número es un tributo a mitos de este género como, por ejemplo, Godzilla, el cine de John Woo, Tarzán, Nick Furia o Doc Savage. De este modo, Ellis plantea un juego lleno de honradez entre el lector por saber quién es mas friqui de los dos. ¡Ah! Y, por si fuera poco, en el apartado gráfico está John Cassaday, quien casi comenzó con esta serie una trayectoria que no ha hecho más que evolucionar hasta los sólidos e impactantes dibujos que hoy encontramos en Astonishing X-Men, guionizada por Josh Wheddon (sí, dafaka). Ya tenéis por dónde tirar en vuestras compras o búsquedas de internet, niños.

Planetary, arqueólogos de lo imposible, tiene dos volúmenes publicados en España, aunque el segundo está de momento incompleto, a falta de que Ellis y Cassaday tengan un hueco para acabar esta espléndida colección. No obstante, si encontráis los doce números del primer volumen no lo dudéis, porque el final del número doce es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Imprescindible por su inteligencia, sí señor.

lunes, 24 de abril de 2006

En pelotas

Después de comprender mi verdadera naturaleza de hijo de puta sin corazón (lo dicho, no vuelvo a ponerme bizcochón en la vida: hago un post sensiblero y así me pagáis, panda de miserables) he decidido usar el viejo canon de “para subirte la moral, fíjate en alguien que esté peor que tú”. Y de este modo he dado con uno de los personajes que andaban rondando este blog y que tarde o temprano tenía que terminar cayendo por estas líneas. Hablo de Joe Matt.
Uno de los temas que están siendo recurrentes por estos lares es la narración de la realidad: la mencioné de pasada con Henry Miller y la traté a fondo con Sebald. Pero faltaba el más burro de todos, el que se quema a lo bonzo delante de todos nosotros mientras toma nota de nuestra cara de sorpresa. Y ése, insisto, es Joe Matt.
Miembro del trío de amigos más valioso del comic underground (Seth, Chester Brown y el propio Matt) y perteneciente a la escudería de la canadiense Drawn & Quarterly (en la que figuran otros tipos de la categoría de Chris Ware o Tomine, a quien ya se le dedicó aquí un post hace tiempo, sin ir más lejos), es un autor de cómics que podría catalogarse como una versión mejorada y ampliada del maestro Robert Crumb. Si bien no cuenta con un trazo tan impresionante como el de éste (y no es coña, no os dejéis engañar por las apariencias, Crumb es un auténtico crack), sí que tiene una facilidad enorme para transmitir las emociones mediante una gran fuerza expresiva.
Y es que ése es su punto fuerte: lo que quiere transmitir. Lo que hace Matt es contar su vida: plantarse en pelota picada delante del lector y mostrarse como el cerdo malnacido y egoísta que es, sin ningún tipo de remilgo. Onanista patológico, capaz de mear en una botella para no tener que salir de la habitación y cruzarse con el brasas de su compañero de piso, es además un fetichista de las mujeres (de todas en general, a excepción de las que tienen las pantorrillas gordas) y un maníaco compulsivo de Snoopy y los visores de diapositivas de ciudades del mundo.
Pero, no contento con eso, con enseñarse con total impudicia ante el mundo, Matt opta por desnudar en su cómic a sus amigos y a su novia y relatar con total descaro sus relaciones sentimentales, cómo se masturba pensando en la mejor amiga de su pareja o cómo intenta hacerse a la chica de un admirador suyo. Lo más original de todo es que, al publicar las páginas en las que cuenta estas cosas, los aludidos suelen leer lo que escribe, por lo que, como podéis imaginar, no es un tío que tenga una vida social muy envidiable.
Sin embargo, a pesar de todo ello, Matt consigue caer bien a través de su obra, no sé si será por su sinceridad suicida o por lo patético de su existencia. Y todo a través de unos cómics geniales, con un humor que destila mala hostia por todos sus poros y que, en ocasiones, hasta te conmueven por la vida del pobre bastardo, como él mismo se denomina. Pero ya he dicho que no voy a ponerme bizcochón nunca más, así que… Que os den.

Joe Matt, dibujante egoísta y onanista, es autor de una breve obra pero de intensidad sin igual, que ha sido recopilada por La Cúpula (preguntad por Peepshow) recientemente. Ya sabéis, siempre hay alguien peor que tú, pero el peor, sin duda, siempre será Matt.

jueves, 20 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (y III): Díselo a la mano

Mario Kassar y Andrzej Vajna no daban crédito. Acababan de asistir a una sesión de Matrix Reloaded y comprobado cómo un caballo les acababa de pasar por la derecha en la recta final a la meta. Ellos, que habían conseguido las mieles del éxito en la taquilla con Terminator 2 contemplaban el nuevo rumbo que, para bien o para mal, había tomado el cine de acción. Estaban superados por los acontecimientos justo cuando Terminador 3 se encontraba en fase de preproducción. Tras secarse el sudor frío que les provocó el saberse relegados de su puesto decidieron optar por la calle de en medio. "Asumamos lo que puede ser hoy un nuevo Terminator", debieron decirse, "y hagámoslo realidad".
A pesar de que el argumento de la saga parecía haber quedado cerrado de forma correcta en la segunda parte había que seguir con ella. Para eso contaban de antemano con los servicios del inefable Schwarzenegger, que andaba como loco por coger un buen papel que le rescatara del ostracismo en el que se encontraba sumido (previas elecciones en California). Como director, una vez descartado a James Cameron, se recurrió a Jonathan Mostow, que había demostrado una solvencia sobrada en películas como la angustiosa Breakdown o U-571.
Y así, en unos meses, con un inevitable tufo a intento de vivir de las rentas, Terminator 3 llegó a las carteleras. Pero lo que nadie podía imaginar era lo que estaba a punto de ver. La película es el perfecto ejemplo de lo que Rodríguez Lafuente me explicó ayer en clase: una película que divierte al común de los mortales, pero que, a quien tiene un mínimo de cultura cinematográfica, deja boquiabierto. En efecto, los productores decidieron tirar por la calle de en medio, mandar todo a tomar por culo y hacer la película de acción más destroyer de la historia del cine, en la que, además de escenas brutales, tiene cabida la deconstrucción más inteligente de todos los topicazos del género (y, en particular de la saga en sí). Estaban ahí desde hace más de veinticinco años, pero sólo el guión de este filme (obra de los desconocidos John Brancato y Michael Ferris) supo pasárselos por el forro de una forma tan brillante y sin tener que caer en la parodia fácil tipo Hot Shots!.
El John Connor de esta tercera entrega ha dejado de ser el rebelde libertador de la humanidad para convertirse en un matao, un tirao, un patético yonqui que no tiene dónde caerse muerto (interpretado por Nick Stahl, que no se merece siquiera la denominación de antihéroe; en todo caso la de ahéroe). En una de sus juergas habituales asalta una clínica veterinaria para ponerse hasta el culo de fenobarbital (utilizado para castrar químicamente a los perros). Su propietaria resulta ser su futura mujer, y por eso a ambos les persigue la mala, la Terminatrix, un guiño a la serie B más rancia ya que se apela con el máximo descaro al reclamo de un androide-pibón capaz de aumentar su pecho con total libertad. Pero la parejita contará con la ayuda de un Arnie que, desde el principio, demuestra que hace la película sólo para reírse de sí mismo y de sus interpretaciones anteriores. La escena recurrente de cómo obtiene la ropa tras viajar en el tiempo es tan absolutamente hilarante que no puede ser descrita: hay que disfrutarla tal cual.
Además, entre detalles argumentales magistrales se cuelan las ya nombradas escenas de acción. Dos en especial: la respuesta natural a la secuencia de la autopista de Matrix Reloaded, que aquí se convierte en una persecución de una furgoneta a manos de un tráiler grúa de 18 ruedas mientras, de paso, se destruye sin venir a cuento media ciudad con dicha grúa (ver para creer) y una hilarante pelea de los dos terminators en un cuarto de baño a golpe de inodoros. Y todo para terminar con la guinda del pastel: un final asombroso, genial y oscuro, que torna las risas que genera todo el metraje anterior en un gesto de sorpresa y admiración. Y no exagero un pelo, que conste.
En fin, como muestras de la mala baba que destila este peliculón hacia sus predecesoras, aquí tenéis estos dos botones:

La mujer de John Connor: "¡Jódete, gilipollas!".
Terminator: "No puedo acatar esa orden".

John Connor: "¿Estás seguro de que ella y yo acabaremos casados?".
Terminator: "Tu confusión no es racional. Es una hembra sana en edad de procrear".

Terminator 3, la película de acción más inteligente que se recuerda (lo siento, V de Vendetta), pasó desapercibida en su momento, pero atesora un guión verdaderamente impresionante, además de dos de las escenas de acción más hardcore (¡venga, más destrucción!) que he visto en mi vida. Dadle una oportunidad, en serio.

miércoles, 19 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (II): Lo mejor de lo peor


Cuando éramos pequeños, íbamos al cine sin importarnos en absoluto aquello que nos disponíamos a ver. Las Tortugas Ninja, Colmillo Blanco, cualquier tontería nos valía. Sin embargo, a todos nos llegó un momento, un punto de inflexión en el que nos replanteamos si aquello a lo que estábamos asistiendo merecía la pena, es decir, un primer contacto con nuestro sentido crítico. Pues bien, a gran parte de nuestra generación hubo una película que nos abrió los ojos de forma descarnada. Su nombre no ofrecía lugar a dudas: Street Fighter, la última batalla.
Basado en uno de los más populares videojuegos de la época, este film estaba guionizado y dirigido por Steven E. de Souza -por lo que podemos incluirlo ya en lo que se llama cine de auteur-, guionista de (pásmense) La Jungla de Cristal o Commando. La historia cuenta cómo William Guile, coronel de los EEUU, (interpretado por Van Damme con un insólito desprecio macarra hacia el espectador) comanda las tropas que combaten al general Bison en la remota región de Shadaloo (toma ya). Este general está encarnado por el bueno de Raul Julia en la que fue su última película (moriría al terminarla). Se encontraba gravemente enfermo de cáncer, lo que no hace sino acrecentar el patetismo de la película: su cara es la de un enfermo terminal y nunca aparece sin la característica gorra del personaje para no mostrar los estragos de la quimioterapia en su cabello. Bison controla un ejército no mayor de cincuenta hombres desde una base militar que más bien parece un almacén medio derruido que -nadie sabe por qué- tiene una enorme campana en el centro. Su intención es la de crear un ejército de superhombres que le ayuden a conquistar el mundo. El primer ejemplo de esta nueva raza es Blanka, un amigo de Guile al que mutan a base de un liquidillo que parece sacado del quimicefa y unas imágenes dignas de Impacto TV. El experimento, comandado por el científico Dhalsim (un indio que, de buenas a primeras, aparece calvo cuando se ha tirado la mayor parte del metraje con pelo), convierte a Blanka en una especie de Axl Rose pasadísimo y pintado de verde que acojona tanto como avergüenza.
Este hecho cabrea mucho a Guile, que jura vengar a su amigo. Pero no estará solo. Le acompañarán Kylie Minogue -lo juro- con una cara de no saber qué coño pinta en medio de semejante cosa, Ryu y Ken (dos tíos que van de guays e intentan vender a Bison un cargamento de rifles que disparan pelotas de tenis en vez de balas) y una pintoresca unidad móvil de televisión formada por una karateka, un luchador de sumo y un boxeador -lo vuelvo a jurar- que también están cabreados con Bison, aunque no sé por qué. De hecho, la karateka llegará a dar una somanta de hostias tremenda al pobre general, que se estaba tomando un daikiri vestido con una bata de seda, unas pantunflas y (en efecto) una gorra militar. Por último, tampoco podremos olvidarnos de los dos capos del crimen en Shadaloo, Sagat -un calvo tuerto mariposón- y Vega -un español (o así) mariposón-.
Todo esto conforma un cóctel de bizarrismo friqui (que se permite incluso guiños a Godzilla y Good Morning, Vietnam!) que no ha tenido en estos años un competidor que merezca siquiera la comparación. Especialmente reseñables son los depósitos de cadáveres con minirradares, los decorados de la base de Bison que se tambalean al rozarlos, el ataque final ¡en una lancha! (quizás porque no tenían dinero siquiera para alquilar un avión) y, last but not least, el momento en que Bison se cae encima de unos ordenadores, le dan calambre y, por ello, adquiere el poder de volar y lanzar rayos (“es magnetismo superconductor, supongo que lo conocerás”, le explica el chicken a Guile).

Inolvidable de principio a fin, truñazo clásico imperecedero, su visión es obligada desde ya (bajáosla, pedídmela, robadla, ¡haced algo!). Para abrir boca os dejo con unas citas rescatadas para la ocasión:

Bison: “Esperaba enfrentarme [a Guile] en el campo de batalla, un caballero guerrero frente a otro, en un respetuoso combate… Sin duda le habría partido la columna… ¡Raaah!”.

Bison: “Sólo quiero crear el perfecto soldado genético. No por el poder, no por el mal, sólo por el bien. Exterminarán cualquier credo, cualquier nación…, hasta que todo el planeta esté bajo el principio de la paz bisónica”.

El luchador de sumo: “Soy sumo, hermano, mi cuerpo puede estar en un sitio y mi mente en otro”.
El boxeador: “Pues la próxima vez que se vaya de paseo dila que traiga una pizza”.

Un enviado de la ONU: “¿Ha perdido el juicio, coronel Guile?”.
Guile: “¡No, ustedes han perdido los huevos!”.

martes, 18 de abril de 2006

Kaplan se pone duro (I): Si le tocáis, os mato

Tenéis que comprenderlo. En tiempos en los que la falta de liderazgo social es patente la gente se agarra a lo que sea. Como veis, yo me agarro a Bruce. Por suerte, Bruce no es precisamente lo que sea. Un tipo nacido en Alemania cuyo primer escarceo con la interpretación fue un papelillo en un episodio de Corrupción en Miami y que, de ahí, pasa a protagonizar con la entonces célebre Cybill Shepherd Luz de luna no parece algo normal. Por suerte, Blake Edwards pronto le escogió para protagonizar una de las mejores comedias de los ochenta junto a otra estrella en alza, Kim Bassinger. La película se llamaba Cita a ciegas y no tiene perdón de Dios que no la hayáis visto.
Y poco después llegó a la cúspide. Del edificio Nakatomi, se entiende. En 1988 se creó Jungla de cristal, pero sobre todo se creó el personaje clave de los últimos veinte años (ni Forrest Gump, ni Keyser Soze, ni Vincent Vega, ni hostias), John McLane. El hombre de la resaca de mil pares de cojones, el que no tiene tabaco cuando tiene que salvar el mundo, el de la camiseta de tirantes sucia, el de la voz de Ramón Langa. John McLane, he dicho. Saga en la que lo que menos importa es el argumento (porque, vamos a ver, esto es como lo de Jack Bauer, ¿por qué no llama al ejército cada vez que le pasa algo malo a primera hora de la mañana si ya sabe de antemano que va a ser el comienzo de una guerra mundial?), Die Hard puede ser la trilogía de mayor diversión y honestidad que se haya hecho. Cero pretensiones, sólo adrenalina. No contento con haber parido tan prematuramente al monstruo, Willis se dedicó a poner huevos que bien podían pasar como secuelas de la Jungla, entre las que sobresale El último boy scout, apoteosis del cine de machos mezclada con diálogos a lo Raymond Chandler -“ojalá el cielo no fuera azul, ojalá la lluvia no mojara y ojalá no quisiera a mi ex mujer”- y lo mejor de Arma letal -“si me tocas te mato [y le mata]”-.
Con el tiempo el chico se nos domesticó y cometió errores poco menos que imperdonables (el bodrio inenarrable de Un muchacho llamado Norte, la vergonzosa imitación de Instinto básico que es El color de la noche, la descomunal Mercury Rising -sí, la del niño autista que descifra un secreto de Estado introducido en un crucigrama-, el blasfemo remake de Chacal…) para sólo volver por sus fueros con una joyita llamada Persecución mortal (no hay palabras para describir cómo pega un bofetón a Sarah Jessica Parker y la echa de casa… ¡por haberle tirado una copa de whisky por el desagüe!).
Por suerte, el desdentado y patético boxeador y cantante que es Willis decidió ponerse serio y dejar claro que, aparte del imprescindible John McLane, es un excelente actor: Pulp Fiction (interpretando a un buen boxeador, su quimera), Doce monos… y Night Shyamalan, el director que fue capaz de oler más allá del hedor de su camiseta de tirantes y puso a su servicio las dotes que hacen de él el mejor director de suspense de la actualidad para dar forma a El sexto sentido y El protegido (en unos papeles que me recuerdan mucho al Bill Murray de Lost in translation y Broken flowers, ¿qué opináis?).
Al gran Bruce sólo le quedaba interpretar a Hartigan, el mejor personaje creado por Frank Miller en Sin City y anunciar la preparación de Jungla de cristal 4 para cerrar el círculo. Ya sabéis, McLane nunca se fue porque nunca dejó de estar ahí, sólo estaba tomando unos cuantos bourbon sin hielo mientras agotaba su cajetilla de Marlboro.

Bruce Willis, irresistible alopécico desdentado de 51 años, puede ser el único actor que es capaz de hacer películas de acción, comedia, suspense y drama (este último palo aún no lo ha tocado, pero tiempo al tiempo) y que no chirríe en ningún registro. Ni aunque lo intentes harto de vino, Nicholas Cage.

jueves, 6 de abril de 2006

Él conoce vuestros miedos

Cuando, de repente, la narración se interrumpe al poco de empezar y se ven pasar las hojas de un libro grabadas con una película sobreexpuesta bajo las primeras notas de una opresiva versión del Closer de Nine inch nails, comprendes que algo ha cambiado. Lo que estaba empezando como una película de detectives de tono misterioso pega de pronto un salto no visto hasta entonces. Algunos estetas con vocación de videoartistas lo habían intentado a lo largo de los ochenta con una suerte muy desigual (Adrian Lyne, Russell Mulcahy, los hermanos Scott). Sin embargo, con ese comienzo opresivo y escalofriante no sólo comenzaba Seven, sino que se abrían las puertas a una nueva aportación cinematográfica: la de las técnicas de un género ya maduro (el videoclip) entendidas ahora no sólo como efectos sino como contenido en sí mismas.
En los títulos de Seven estaba concentrada toda la historia que se desarrollaría en el resto de metraje, pero también el rock industrial y dañino de Trent Reznor, la estética visual de Dave McKean y, por supuesto, el estilo visual barroco y asfixiante del director, David Fincher. A diferencia del apestoso histerismo de Mulcahy o el esteticismo vacuo de Lyne, Fincher sí había decidido que tenía algo que contar: quería hurgar con su estilete en los miedos propios del anquilosado hombre occidental.
Curtido en colaboraciones con el pequeño Reznor, tuvo su primera oportunidad de meterse en el mundo del cine cuando le ofrecieron realizar la tercera entrega de Alien. Aun resultando fallida en comparación con el resto de la saga, el Fincher primerizo se las arregló para mostrar los miedos de una comunidad cerrada (los residentes en el planeta-presidio) ante la introducción de un extraño (una mujer, pero también un alien); un tema que Crash trata en la actualidad de una forma más evidente y constante.
A diferencia de muchos otros directores de videoclip que se estrenan en el cine con discretos resultados, Fincher se encontró con un guión de David Koepp que casaba a la perfección con sus ideas: un psicópata que, harto de la hipocresía que mancha cuanto le rodea, decide aplicar siete castigos ejemplares. La intensidad con la que se rodó Seven, junto con las interpretaciones (en especial de Kevin Spacey), la fotografía de Darius Khondji y el traumático final, acabaron por catapultar a su joven director al estrellato de un Hollywood artrítico, al tiempo que generaba la producción de cientos de malas imitaciones.
El siguiente paso fue despojar al prohombre americano de cuanto tenía y enfrentarle con su verdadera naturaleza y con la falsa realidad más realista que pueda imaginarse en The game, museo de los espejos que suscita unos sentimientos encontrados que terminarían cristalizando con su siguiente obra: El club de la lucha. La mezcla de Fincher y Palahniuk (dos de los más grandes genios destroyer del momento) resulta explosiva, ambigua, crispante, polémica, anárquica, genial. La conclusión que arroja a la sociedad: nenitas, no estáis preparadas para la vida, no tenéis los cojones necesarios, dejadme que yo os abofetee un poquito para que espabiléis.
Como terapia ante la neurosis que produjo el contacto con Palahniuk, Fincher optó por una obra más relajada pero no menos redonda, una que mostrara que nuestra protección es nuestra cárcel, que somos presos de nosotros mismos, que estamos solos (y muertos, que diría Miller) y ésa es la única verdad. La llamó La habitación del pánico.
En unos meses, Fincher continuará la autopsia a la especie humana con Zodiac, una reconstrucción de los asesinatos del Zodiaco desde el punto de vista de los periodistas que siguieron el caso. No hace falta que os diga que hay que verla sin falta, ¿verdad?

David Fincher, forense metido a director, continúa meditando cómo meter mano a los males de una sociedad decadente hasta lograr que escueza con rabia sin tener que salir de un anonimato muy beneficioso para sus disecciones.

miércoles, 5 de abril de 2006

Cuando el ser humano recobra la fe en sí mismo

[A petición de Pater]



Como dejé escrito en un comentario del post dedicado a Henry Miller, este escritor veía que el futuro de la novela estaba en la propia biografía y en la ausencia total de hechos ficticios, si acaso sólo los pensamientos libres que se originaran en el autor a la hora de escribirla. Recuerdo que, cuando leí esa opinión, pensé que esto sólo podría tener continuidad en casos de existencias tan salvajes como la de Miller.
Y lo cierto es que aquí el nihilista feliz tenía razón: existe hoy una corriente entre los literatos que propugnan esta suerte de ensayo novelado como única evolución posible para este género. Ahí están, entre muchos otros, los casos de Antonio Muñoz Molina y Sefarad, Martin Amis y Experiencia (aunque también es cierto que se trata más de una biografía que de otra cosa) o Koba el Temible, Paul Auster y La invención de la soledad… Y Sebald, claro, cómo olvidar a su máximo exponente.
Me había equivocado. No hacía falta ser una jauría de perros rabiosos encerrados en el cuerpo de un degenerado para poder hacer una obra que pudiera maravillar por su ingenio y osadía al resto del mundo. Sólo poder hacerlo. Tan fácil y tan difícil. Un retraído profesor alemán de universidad inglesa se había convertido desde el anonimato del ermitaño académico en el mayor impulsor de este tipo de novela. Si es que puede denominarse así a la reconstrucción del recorrido que Sebald hizo por el condado de Suffolk (“En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí después de haber concluido un trabajo importante”, comienza Los anillos de Saturno) o las entrevistas a cuatro personas que conforman Los emigrados.
Con un estilo de una densidad apabullante, de frases que pueden ocupar varias páginas, sin un solo diálogo en toda su obra, Sebald comienza a armar un conjunto muy homogéneo de novelas en las que lo más trivial es el propio argumento y lo más importante los prodigiosos recuerdos que invaden la acción principal hasta casi desterrarla de las páginas. El autor, casi siempre protagonista, no deja de maravillarse de cuanto le rodea con una veneración que sólo puede compararse al cine de Malick mientras nos habla de asuntos tan dispares como la historia de la pesca del arenque o los amores de Stendhal mientras nos enseña un poco de su desconocida personalidad, de la timidez patológica que le hacía temblar ante el contacto de una mujer o huir de un vagón de tren ante las risas de unos niños. Y estos cambios se hacen de una forma pasmosa, los temas parecen fluir igual que en su mente y acaban en una insondable melancolía y en un anhelo por volver a la tierra donde nació o a un tiempo donde todo fue mejor. La sensación es, de nuevo, como la que se siente al ver cine de Malick, se recobra la fe en el ser humano, o, al menos, en la especie que es capaz de originar personas como éstas.
Paradójicamente, un hombre como él, que tanto disfrutaba de la quietud, el silencio y la soledad, fue a encontrar la muerte en una carretera, siendo aún un desconocido profesor universitario. Cuesta imaginarle metido en un coche, siendo tan amante de los paseos como era, pero el final de uno suele ser caprichoso. E injustamente temprano.

W. G. Sebald, alma emigrada, nos hizo partícipes de su erudición y nostalgia por sus particulares paraísos perdidos en Vértigo, Los anillos de Saturno, Los emigrados (los tres editados por Debate) o Austerlitz (Anagrama). Pocos libros tan difíciles de leer y al mismo tan edificantes y vitalistas como los del Joyce del siglo XXI, como algunos han llegado a considerarle.

martes, 4 de abril de 2006

Steven bueno, Steven malo

Éste de aquí al lado es un genio, lo mires por donde lo mires. Con su carita de no haber roto un plato, como Bill Gates, pero con apariencia de ser menos pardillo. Quizás sea su pelo descuidado o ese prominente e inconfundible labio de judío, pero le da un aire de listillo, de saber lo que se hace aunque de primeras le tomes a guasa al chaval. De hecho, hay gente que, treinta años después de que este tío empezara a funcionar, sigue sin tomarle en serio. “No está mal”, dicen con desdén ante el último estreno de turno de Steve, “pero tampoco es nada que no se hubiese hecho ya”.
Sí, resulta que Steve tiene un gran problema con estos tipos: además de saber hacer cine, sabe hacer dinero, y por eso le desprecian. Por supuesto, cuando hace un film menos comercial son los primeros en gritar por cada esquina que va a ser un fracaso en taquilla y que Steve se ha vuelto a equivocar. Es decir, los mismos miserables envidiosos de siempre. Menos mal que la historia se libra de mediocres como éstos en cuanto le da la gana (sólo unos añitos de margen), mientras que la producción de Steve perdurará.
Pero, a pesar de lo dicho hasta ahora, evitemos caer en la hagiografía. Es cierto, Steve es un genio, pero no es Dios (lo siento Pater), si acaso un esquizofrénico del arte. Me explico; a mi parecer existen dos tipos de enfoques en el cine de Steve: el de Steve bueno o el de Steve malo (malo de malote, para que me entendáis; no de mala calidad, vamos). Los dos Steves conviven incluso en una misma película, pero siempre suelen diferenciarse de forma clara.
El Steve bueno es el niño apasionado por el cine y aprisionado en el cuerpo de un adulto que tiene grabado a fuego en la cabeza el sense of wonder de las novelas pulp, los superhéroes y el cine espectacular de los años cuarenta y cincuenta de Hollywood. Es el Steve luminoso, de las películas ligeras, de los niños repipis e insoportables, el de la mayor parte de ET, la trilogía de Indiana Jones, los criajos asquerosos de Parque Jurásico, el Christian Bale prepúber de El Imperio del Sol, el Leo DiCaprio que no dejaba de hacer el tocomocho en Agárrame si puedes
El Steve malo es el de las arrugas y las canas que arrinconan cada vez con mayor insisitencia al Steve bueno, el preocupado por el uso demagógico de las causas nobles y por honrar la memoria de quienes le precedieron. Es el de La lista de Schindler, el primer cuarto de hora de Salvar al Soldado Ryan, Minority Report
Esta mezcla tan contrapuesta puede originar en ocasiones excesos de una (la terrible y asquerosa por bizcochona mitad final de Inteligencia Artificial) o de otra (los excesivamente pomposos prólogos y epílogos de La lista… y Salvar…o el desvarío onírico de esa última joya que es Munich), pero lo que no puede negársele nunca es que este señor hace cada vez mejores películas (a partir de La Lista de Schindler, en mi opinión), a un nivel general por encima de cualquier otro director de Hollywood, pero parece que eso no importa si no vas de auteur o de modernete y encima te forras con cada nuevo estreno. En fin…
¿A cuál de los dos Steves preferís?

Steven Spielberg, director de directores, suele poner un nuevo huevo cada año (o dos, como el año pasado con La Guerra de los Mundos y Munich). Para el futuro tiene proyectadas cosas como la cuarta parte de Indiana, una biografía de Lincoln o un remake de My fair lady. Para todos los gustos señores, como acostumbra (dicho sea de paso).

lunes, 3 de abril de 2006

El anciano Kaplan deseará haber sido el nihilista feliz


La artrosis, el entumecimiento, la soledad y el dolor le hacían recordar. Con la cabeza apoyada sobre la ventana del salón de casa, tapado con una manta que le quitaba ese frío que se había apoderado de su cuerpo años atrás, miraba el alto edificio de cemento que tenía frente a su casa. Hacía meses que no podía bajar a la calle porque las piernas le temblaban más de la cuenta cuando se ponía en pie. Pero, quejumbroso, quebradizo, el anciano Kaplan no recordaba su vida porque aún la tenía demasiado reciente y no le había parecido gran cosa excepto unos pocos momentos que aún le hacían reír. Lo que aquel Kaplan volvía a vivir era aquello que no había vivido per se, sino lo que vivió en su lugar el nihilista feliz, como le llamaba Vargas Llosa, lo que aquel hombre transmitió al resto del mundo.
Aquel viejo que dejaba ir de sus manos los días sin darse cuenta siempre pensó que había nacido en la fecha equivocada, que le había tocado en suerte una época aburrida, en la que todo estaba descubierto y en la que no podía sentir ningún tipo de emoción por la vida: no había misterio alguno por conocer al prójimo ni, menos aún, al propio individuo. Por eso envidiaba tanto el anciano Kaplan al nihilista feliz.
Cuando el nihilista feliz llegó a París huyendo de la Gran Depresión no tenía nada que perder ni que ganar, casi como el país que le acogía: las miles de muertes que la Gran Guerra había dejado en Francia supusieron una deriva social y vital para los supervivientes que casó de forma perfecta con el inconformismo patológico del nihilista feliz. Sólo en un caldo de cultivo semejante aquel hombre pudo permitirse vivir años a base de prometer la realización de una novela definitiva que nunca escribía. Aquel nihilista feliz había encontrado en la bohemia su víctima propiciatoria y mamaría de ella hasta que no quedara una sola gota. Es cierto que pasó hambre y penalidades varias, que los piojos y la sífilis no eran más que males menores, pero sobrevivió con las fuerzas suficientes para que su pensamiento no se doblegara. Tuvo los redaños suficientes para volver a Estados Unidos y seguir malviviendo a base de trabajar en la oficina de correos, pegar sablazos a sus sufridos íntimos, follarse a todo lo que se moviera, joder al cabrón conocido y ayudar por todos los medios a su alcance al indefenso desconocido. El nihilista feliz odiaba y desconfiaba de todo el mundo, pero también amó más que nadie ese regalo que era su misma existencia. Se rebeló contra la rebelión y supo ser consecuente con lo que implicaba esa palabra en cada momento, incluso cuando, ya anciano, echaba a patadas de su granja de Pacific Palisades a los hippies que acudían allí creyendo que su dueño seguía practicando el amor libre.
Lo único que reconfortaba al viejo Kaplan es que el nihilista feliz también pensaba que había nacido en una época equivocada: su sueño era haber nacido en la Edad de Piedra, en la que el hombre era el único dueño de sí mismo y su propiedad y que haría cuanto estuviera en sus manos por que siguiera siendo así. “¿Cómo llamarían ahora a esa actitud: fascismo o anarquismo?”, se preguntó Kaplan. “Qué coño importa”, dijo entre toses moribundas a su reflejo en la ventana.

Henry Miller, el nihilista feliz, es autor de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, entre otras. De la primera es la siguiente cita: “He encontrado a Dios, pero no basta. Sólo estoy muerto espiritualmente. Físicamente, estoy vivo. Moralmente, soy libre. El mundo que he abandonado es una casa de fieras. Amanece sobre un mundo nuevo, una jungla por la que vagan espíritus flacos y de garras aguzadas. Si soy una hiena, soy una hiena flaca y hambrienta: salgo de caza para engordar”. Como para que no sea mi ídolo…