jueves, 30 de marzo de 2006

El joven Kaplan soñó que era Guy Fawkes

Ayer, por las cosas que tiene mi día a día, me tocó asistir a una sesión de control en el Congreso de los Diputados que nos pertenece a todos nosotros. La curiosidad no me mataba, la verdad, pero no voy a decir que me molestara ir a ver a nuestros políticos, quizás por algún tipo de querencia enfermiza.
Tras despojarnos de todas nuestras pertenencias electrónicas (incluidos los mp3) y nuestras armas de fuego, nos metieron en la zona de invitados en la que no podíamos siquiera asomarnos para ver las bancadas. Pero lo cierto es que tampoco necesitábamos una mayor perspectiva. Con lo que veíamos teníamos suficiente.
Pepiño Blanco se recostaba en su escaño de espaldas al estrado mientras se sacaba un moco y lo pegaba en el escaño de al lado, que, por supuesto, estaba vacío (más o menos faltaba un 40 por ciento de los diputados); una fila más arriba, a su izquierda, otro diputado socialista no hacía más que pegar gritos a los del PP ("¡Torpes! Zaplana, es todo culpa tuya!"), a los que no podíamos ver porque estaban debajo nuestro, pero sí oír sus gritos (en especial un "que os den" de claridad meridiana); en el centro del hemiciclo dos señoras diputadas (qué mal suena) parecían hacer ganchillo mientras comentaban las evoluciones de sus adorables nietecillos; un tipo leía una revista con total impunidad y relajo; el resto se dedicaba a hablar por el móvil o con el compi de al lado alegremente o a chatear por internet. Finalmente, cuando se iban aburriendo, abandonaban la sala y se iban a tomar un cafetito. No está mal para el sueldo que cobran. Qué sacrificio, qué sangre española tan pasional, qué vida política tan agitada la de estos prohombres.
Anoche me desperté tras soñar que yo era Guy Fawkes (¿que quién es Guy Fawkes? Eso lo sé hasta yo) y el Congreso mi víctima propiciatoria. Tan sólo espero que estrenen pronto V de Vendetta y que sea tan buena como dicen para poder quitarme a estos cínicos, chorizos y embusteros tiparracos de la cabeza. Coño.

V de Vendetta, próximamente en su cine más cercano, es la adaptación de la anarco-novela gráfica del mismo nombre creada por Alan Moore y David Lloyd (¿qué haces que aún no la has leído?) que está inspirada en la figura del británico Guy Fawkes.

miércoles, 29 de marzo de 2006

El pequeño Kaplan quería ser vikingo

En el periódico del lunes leí con dolor la noticia. Richard Fleischer había muerto. Quizás a ninguno de vosotros le suene, incluso muchos de vosotros jamás habrá visto ninguna película suya, pero su muerte me dejó hecho polvo.
A quien me conozca quizá no le sorprenda, pero yo de pequeño veía muchas películas. O, al menos, veía mucho las películas que me gustaban. Recuerdo cómo manejaba con habilidad pasmosa el mando del vídeo Beta de mi padre para poner una y otra vez (incluso en el mismo día) las dos cintas a las que siempre acababa recurriendo cuando terminaba Tom y Jerry. La primera de ellas es también, si la memoria no me falla, una de las películas de la infancia de Ganzúas, Flash Gordon, la adaptación horterilla que Dino de Laurentiis montó a partir de los añejos cómics de Alex Raymond, con una preciosa Ornella Mutti, un sorprendente (por extraño) Max von Sydow y una inolvidable y no menos horterilla (escuchada hoy) canción principal que corría a cargo de Queen, ni más ni menos. La película ideal, en fin, para un niño que no hacía otra cosa que jugar con los Masters del Universo.
La otra cinta ya no era tan normal para un crío de cinco o seis años. Se llamaba Los vikingos y databa del año 1958. Estaba protagonizada por Kirk Douglas, Tony Curtis y Janet Leigh y, sinceramente, era la hostia. Nos mostraba a unos vikingos desprejuiciados, que no hacían más que divertirse, ya fuera comiendo cordero asado, bebiendo cerveza en cuernos de vaca, navegando por los descomunales fiordos, saqueando ciudades enteras, liándose con cuantas más mujeres mejor y sin temor alguno a la muerte con la que tanto tonteaban. La vida entendida como gozo y libertad plenos y conjuntos. La vida entendida también como una falta de principios morales total y benévola. Además contaba con una banda sonora espectacular (aún hoy la recuerdo y me se ponen los pelos de punta), una historia entretenida y trágica (vista ahora incluso se percibe cierto toque de tragedia griega) y una violencia inédita para la época en la que fue realizada (el ojo de Douglas arrancado por un halcón de caza, su padre devorado por los lobos, la mano amputada de Tony Curtis y su muñón cicatrizado a fuego… ¿qué dirían hoy de este tipo de cosas?). El cóctel, pues, que todo niño desea. Tanto es así, tanta fue la obsesión del jovencito Mr. Kaplan por la película de marras, que cuando le preguntaban de forma típica y tópica por lo que quería ser de mayor, el niño contestaba siempre tajante con una sola palabra: “Vikingo”.
Años más tarde advertí que el responsable de esta obra se llamaba Richard Fleischer, y que había dirigido otras maravillas como El estrangulador de Boston (que tiene uno de los finales más sobrecogedores que pueda imaginarse, la locura hecha imagen). Sin embargo nadie parecía recordarle. El lunes murió, y la noticia no ocupó más que dos columnitas, cuando yo le habría dedicado el periódico entero. ¿Cómo puede hacerse justicia a alguien que te ha hecho tan feliz sin él pretenderlo de forma directa y sin siquiera conocerte? ¿Por qué el recuerdo y toda la admiración que pueda profesarle me parecen ahora tan insuficientes?
Y a ver, vosotros, ¿cuál es la película de vuestra infancia?

Richard Fleischer, sacrificado orfebre de Hollywood, era hijo del creador de Betty Boo y Popeye, fue director de casi cincuenta películas y falleció el pasado sábado en Los Ángeles a los 89 años de edad. Nos vemos, chaval.

martes, 28 de marzo de 2006

Matrix recycled (y II)

Parece que les gustan los truños, señores. Me ha costado Dios y ayuda hacerles esperar hasta hoy para poder hablar de las secuelas de Matrix. Lo que creía que era un mal endémico de mis amigos de toda la vida ha resultado ser una conducta habitual. Está bien, tomo nota de sus apetencias para futuras aportaciones.
Matrix acababa con un falso final, un continuará que, con sinceridad, me parecía bastante correcto, ya que dejaba a la imaginación de cada uno cómo el tal Neo iba a conseguir liberar al resto del mundo del yugo de las máquinas. Pero no, los Wachowski salieron envalentonados de esta aventura y decidieron darlo todo por otra tajada millonaria. Agotada ya esa fuente de ideas que representaba Grant Morrison, decidieron seguir hacia delante a base de pura megalomanía.
Los nombre pomposos procedentes de la cultura clásica y la religión cristiana resultaban lo suficientemente petulantes como para pasar por trascendentes ante las masas, así que, ya puestos, se dijeron los hermanitos, vamos dar la forma de trilogía a nuestro invento para que adquiera connotaciones épicas y diremos que lo teníamos pensado así desde el principio. Las rodaremos a la vez, continuaban razonando los brothers, que da la idea de que es una empresa colosal, pero las estrenaremos con seis meses de diferencia, para que la gente vaya en manada y, entre medias, podamos volver a darles el tocomocho. El tocomocho venía, esta vez, en forma de despliegue multimedia y frontal: se estrenaban videojuegos y cortos de animación de todo tipo (ordenador, anime…), cuyas historias corrían paralelas a la narración principal.
El caso es que esa narración principal era una basura. Lo importante era epatar al respetable mediante sofismas que parecían molones o técnicos o metafísicos pero que no tenían nada dentro, como buenos sofismas. Eso sí, en Matrix Reloaded (la segunda parte, vamos) se creó una carretera entera para una escena de persecución automovilística, aparecían 300 agentes Smith (no pregunten por qué), salía un tipo al que no se le entendía nada al hablar (o eso pensaban ellos) y, además, se mostraba (por fin) Sión, guau, la legendaria ciudad de la resistencia y patatín patatán. En realidad, más que de una ciudad se trataba de una macrodiscoteca (unión perfecta de La Nuit y el espectáculo de Mayumaná) en la que los rebeldes se ponen a bailar como descosidos a base de tripis la noche antes de la invasión de los robots o algo así.
Pero esta confrontación final llegaría en Matrix Revolutions, el último (esperemos) parto de la saguita, en la que ya no nos importa un carajo lo que le pase a Neo. Durante el plomizo metraje de esta tercera entrega no hay más que una especie de videojuego de naves que transcurre en Sión mientras Neo, para no perder la costumbre, vuelve a zurrarse la badana con el agente Smith (uno de ellos, porque resulta que ahora son miles) al más puro estilo Bola de Dragón, como bien apuntaba Ganzúas en el anterior post. El final es tan tonto y baladí que obvio comentarlo.
Lo único bueno que tiene todo esto es que, siempre según una muy personal teoría que desarrollaré aquí más pronto que tarde, sirvió de punto de partida para esa maravilla titulada Terminator 3 (los que la han visto lo comprenderán; los que no, créanme de momento). Por lo demás, a la papelera de reciclaje con los hermanitos.
Mañana prometo tratar un tema más profundo. Perdonen, pero tenía que desahogarme.

El conglomerado Matrix, orquestado por los señores Wachowski, está a su disposición en cualquier punto de la cadena de consumo mundial, en cualquier tipo de producto. ¿Toallitas de Matrix? Quinta planta, por favor. ¿Whatisthematrix? Ya lo dijo Gustavo, Matrix eres tú.

lunes, 27 de marzo de 2006

Matrix recycled (I)

La actualidad manda y, además, me sirve para gastar la mala baba que tengo desde que vi esa tomadura de pelo llamada Hostel. Telemadrid emite esta noche y la de mañana las dos primeras partes de una de las sagas más populares del cine de los últimos años: Matrix. De hecho, sólo otro mamotreto de semejante despliegue técnico y longitud como es El señor de los anillos le supera como fenómeno social.
Los hermanos Wachowski, tipos que pueden catalogarse abiertamente como raritos (para muestra un botón), una especie de Malicks de diseño y de palo, habían causado cierto revuelo con su primera obra de renombre, Lazos ardientes. Se trataba de un film noir protagonizado por Jennifer Tilly y Gina Gershon que, aparte de las morbosas escenas lésbicas entre ambas, contaba con ciertos alardes técnicos, sobre todo en el campo de la fotografía, que lo hacían destacar por encima de la media.
Pronto fueron captados por Joel Silver, productor responsable de la mayor parte de las grandes -en cuanto a presupuesto- películas de acción de los ochenta y primeros noventa, que, en cambio, había perdido terreno en los últimos años frente al inefable Jerry Bruckheimer (La Roca, Armageddon, bla, bla, bla). Los hermanísimos le contaron que tenían en mente un concepto revolucionario dentro del género de acción, que sería un espectáculo visual sin precedentes pero que, además, tendría un argumento profundo y denso. Sólo le pidieron que montara una campaña de marketing salvaje que incrementara el interés de las masas. Pronto, el slogan de whatisthematrix? inundaba la red, pero la pregunta no tenía respuesta: la película seguía su producción bajo un secretismo hermético.
El resultado lo conocéis todos: dinero a espuertas, gafas de sol modelo me molo, agente Smith para acá y para allá, tiros, soy el Elegido, que sí, que no, Neo, soy tu padre (huy, ésa no), más tiros, rock industrial... Lo que quizás no se sepa es que todas esas influencias de San Agustín y Platón de las que hablaban los hermanitos para tirarse el rollo delante de los periodistas se reducían en realidad a un plagio indiscriminado de la formidable Los Invisibles de Grant Morrison (para más información consultar aquí), que, a su vez, bebía del anarquismo del V de Vendetta de Alan Moore, que, precisamente, ahora va a ser llevada al cine bajo la supervisión de los Wachowski, de forma que el círculo de influencias más o menos veladas se cierra. Nos queda, pues, que la originalidad de Matrix se limita a lo técnico y que los hermanos, más que inteligentes, son unos listos.
Pero, aparte de conductas poco éticas, lo que había era una película entretenida.
De acuerdo.
Mañana seguiremos con la historia de esta joyita de saga. No os lo perdáis, que viene lo mejor.

jueves, 23 de marzo de 2006

Los perros de Tíndalos: Conclusiones previas a la saturación


Cuando parecía que hasta yo me había cansado del tema del terror y similares, ha llegado El Nene (quizás con las fuerzas que conlleva volver de la pérfida Albión, ya nos contarás) y me ha soltado una pregunta en el primer post de Tíndalos que creo que merece la pena como epílogo a estos tres textillos, así que la pongo como post del fin de semana. A ver si habéis aprendido algo:
¿QUÉ ENTENDÉIS VOSOTROS POR MIEDO?
Ya estáis empezando a hablar, anda. Por lo demás, en el orden del día querría pediros vuestras sugerencias para tratar en el blog. Ya se han hecho algunas e incluso yo he adelantado algunas de las que están por venir, pero hasta Mr. Kaplan tiene sus límites (de hecho, Mr. Kaplan está hecho de límites) y necesitará tarde o temprano vuestra ayuda. Muchas gracias y a ver Hostel o Three Extremes como locos (si alguien se apunta, a llamarme).
PD: Charlie Kaufman haciendo una peli de terror... Eso sí que me da miedo...

Los perros de Tíndalos III: El viaje del viejo

El viejo Breccia había venido a Europa por motivos profesionales. En Sudamérica había dejado atrás, por unos días, las dificultades de su país, lastrado por los atentados de las extremísimas izquierda y derecha de la época y en el cual Perón preparaba su segundo desembarco. Las condiciones en las que vivían los autores de cómics no atravesaban su mejor momento, pero ni mucho menos tenían visos de mejorar. Personalmente, el viejo Breccia tampoco podía presumir de nada. Tras haber dibujado los guiones de su colega H. G. Oesterheld en El eternauta, la industria argentina de la historieta había tocado fondo y el viejo tuvo que vender sus historias al viejo continente. Además, pronto se cumpliría el décimo aniversario de la muerte de su esposa, por cuya frágil salud tanto se sacrificó en balde el viejo. Aún seguía añorándola.
Aquel día tenía que coger un tren desde Madrid hasta Milán y compró una novela para pasar el rato mientras duraba el viaje. De entre todas las que vendían en el kiosco de la estación, eligió, quizás movido por algún impulso proveniente de la infancia, El horror de Dunwich, de H. P. Lovecraft, de quien tantos relatos leyó de niño en la revista Weird Tales. Para cuando llegó a su destino, el viejo Breccia había tomado una decisión.
Siempre desafiando las convenciones de la ilustración, siempre a la busca de una vuelta más de tuerca, tenía la intención de volver a hacer otra gran obra, pero esta vez sin la ayuda de su mano Oesterheld. Esta vez el argumento lo pondría Lovecraft; de nuevo, el genio lo pondría el viejo. Para conseguir transmitir en un dibujo todo lo que el de Providence mostraba con su verborrea ampulosa, Breccia optó por no mostrarlo. Dibujos abstractos, collages imposibles, masas informes, pinceladas desconcertantes, manchas amenazadoras, así fue como el viejo consiguió que cada lector imaginara los espantos que quería imaginarse tras leer las líneas de Lovecraft. No era una pedantería, era la única forma posible de que el experimento triunfara. El guión era el propio relato, casi sin modificaciones, sin apenas diálogos. El resultado confirmó lo que en Mort Cinder se había previsto diez años antes, en 1962: que Breccia era, probablemente, el mejor dibujante de cómics de la historia.
A su vuelta a Argentina descubrió que no hacía falta sumergirse en la oscuridad de Lovecraft para encontrarse con abominaciones. Los asesinatos de fascistas y comunistas aumentarían de forma exponencial, Perón moriría y un golpe de Estado abriría el coto de caza de una vez por todas. Y su mano Oesterheld sería uno de los primeros en caer bajo el olor de la pólvora. Volviendo a la pregunta del anterior “Tíndalos” no hay ficción más terrible que la más terrible realidad, me temo.

Los mitos de Cthulhu, de Lovecraft, Breccia y su yerno Buscaglia, han sido editados con esmero por Sins Entido y marcan una de las cúspides de la experimentación dentro del cómic, y eso que data de hace treinta años.

miércoles, 22 de marzo de 2006

Al que quiera entender que entienda

Se interrumpe a Tíndalos y sus perros, ellos lo entenderán.
De nuevo como hace ocho años. Tras años de vivir de la sopa boba tirios y troyanos, de jugar al "tú la llevas" con la alegría pasmosa que proporcionan los votos y los muertos, de bailar un vals de demagogia e infantilismo en Parlamentos y manifestaciones, de vender palabrería a precio de sangre, el tren se ha parado, por las cosas del destino, donde ninguno de ellos querían llegar. No, al menos, en este momento.
Hoy toca claudicar a unos y regodearse a otros. La hipocresía está llegando a defcon2. Esta tarde estaremos en defcon1. Queda abierta la veda para el debate, amiguitos (Ganzúas, quiero verte en tu salsa).

Los perros de Tíndalos II: El resto es locura

Stephen King ha desaparecido. En plena fiebre por su obra y a la espera de la entrega de su último manuscrito, que promete tener un éxito arrollador, no se tiene noticia alguna de su paradero. Su editorial llama al detective de la agencia de seguros para que dé con él, pero resulta que éste es un perro viejo que se huele que hay gato encerrado. Todo ha sido un montaje de King y sus editores para incrementar la expectación ante el inminente volumen. Por si acaso, no descarta la hipótesis del secuestro.
Un día comienza a sospechar que quizás el escritor esté escondido en un pueblo de Nueva Inglaterra en donde transcurren todas las historias de Stephen King, pero hay un problema: ese pueblo no existe más que en la imaginación de King. A pesar de ello, el detective emprende con la agente literaria del desaparecido el viaje hacia la zona en la que debería localizarse el pueblo.
Una mañana, consiguen dar con él. El resto es sólo miedo.
Si se sustituye el nombre de Stephen King por el de Sutter Cane nos encontramos con el arranque de -para el que esto suscribe- la mejor película de terror de los últimos 25 años (y si no existiese El Resplandor, hablaríamos de los últimos 50), En la boca del miedo, dirigida por uno de los sospechosos habituales de este blog, John Carpenter. Además constituye, creo, el único intento serio de plasmar en el celuloide las ideas desquiciadas del terror abstracto de Lovecraft (porque llamar serias a toda la saga de Re-animator o aquella cosa española titulada Dagón que protagonizaba Raquel Meroño y Paco Rabal -en su último papel antes de morir- es de traca). Y lo hace -a diferencia del caso que se comentará en el próximo post- despojando a la historia de todo el carácter rimbombante e irreal (salvo alguna escena aislada) de HPL y centrándose en aquello que sí puede representarse de una forma más o menos adecuada en el cine: la locura y el trasvase de lo onírico a lo racional. En este último aspecto conecta (no estilísticamente, ojo) con otro de los gurús del acojone mundial: David Lynch.
Salvo recomendar al respetable que vea YA esta película, sólo queda hacer la reflexión de turno. En caso de que las fronteras entre realidad y ficción se disiparan, como ocurre en esta película, no me viene a la cabeza ninguna obra que pudiese significar un destino tan malo y pavoroso para la humanidad como la de Lovecraft. En todo caso, La guerra de los mundos, pero el punto de vista científico de ese socialista distópico que fue H. G. Wells se antoja menos dramático y desasosegante que el de Los mitos de Cthulhu. ¿Alguna otra sugerencia?

En la boca del miedo (mucho más acertado el original In the mouth of madness) está protagonizada por Sam Neill, Charlton Heston y Jurgen Prochnow y es de esas películas en las que al final puedes comprobar cómo todos sus engranajes funcionan correctamente mientras la locura se hace un huequecito en tu interior. No se ha editado en DVD que yo sepa, así que ya estáis haciendo lo que sabéis que se hace en estos casos.

martes, 21 de marzo de 2006

Los perros de Tíndalos I: Desmontando a Eich-Pi-El


Parece difícil encontrar un lugar y un momento tan poco evocador para la creación de mitologías como la América de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, resulta que fue una fuente inagotable de extraños panteones, muy alejados de la tradición literaria que venía produciéndose hasta el momento. Por supuesto, estas creaciones en su momento no pasaron más allá de la novela pulp de baja estofa para inmaduros y clase media-baja en general. Nos estamos refiriendo al Conan el Bárbaro que surgió de las ensoñaciones etílicas y misóginas de Robert E. Howard en la cama de cualquier burdel de carretera, al Tarzán de los monos (un dios de la selva) que imaginó Edgar Rice Burroughs tras sufrir una sobredosis severa de novelas de Haggard y su Quatermain y, por supuesto, al entonces naciente género del cómic de superhéroes, dioses asexuados que caminan sobre la Tierra.
Pero sobre todo nos referimos al recluido de Providence, a H. P. Lovecraft: el niñito que creció bajo las faldas de la neurótica de su mamá, porque papá estaba siempre de viaje comerciando, su mamá, a la que se le había ido la cabeza al convertirse en una señora bien venida a menos, la que siempre le decía lo feo y torpe que era, la que le abrazaba y le atemorizaba contándole historias terribles del resto de la gente, el crío quebradizo y paliducho que jamás creyó en Dios porque le parecía muy aburrido a pesar de lo que le repetía mamá una y otra vez, el nene al que siempre le aterró la visión del mar que tenía frente a su casa y cuya voz estridente resultaba inaguantable, el chaval solitario y rarito que escribía columnas de astronomía que nadie leía en el periódico local, el tío desagradable que redactaba decenas de cartas a sus conmilitones de gustos literarios, y todas de noche, porque durante el día no se encontraba bien, el racista hijo de puta que casi creía que los negros se reproducían mediante huevos, el hombre escuálido y grotesco que malvivía a base de colaboraciones en una revista de ciencia-ficción, el joven Edipo que se casó con una doble de mamá que le aguantó dos años sin consumar el matrimonio porque el sexo le daba miedo, Eich-Pi-El, que era como firmaba sus epístolas, siguiendo el rollo a los que decían que él mismo formaba parte de las historias que escribía, el que un día murió a base de pobreza, cáncer intestinal, soledad y anonimato en el hospital de Providence, de donde apenas salió en toda su vida, con cuarenta y siete años.
¿Cómo puede ser que alguien tan plano, gris y aséptico llegara a crear una cosmogonía de horror que marcara a todos los autores del género que vinieron tras él? ¿Cómo logró acongojar con sus cuentitos a todas las generaciones que surgieron tras la II Guerra Mundial? ¿Cuánto miedo no pasaría el niño de mamá bajo sus faldas para imaginarse esas historias tan originales (en su momento) y asfixiantes? ¿Cómo pudo crear un infierno en la tierra y localizarlo en un paraje tan impresionante como Nueva Inglaterra? Preguntas, preguntas…

H.P. Lovecraft, escritor y genio pasado de revoluciones, es el principal impulsor de Los mitos de Cthulhu, ciclo de cuentos y novelas que revolucionó el género de terror a principios del siglo pasado.

viernes, 17 de marzo de 2006

Sin futuro


Me he enterado recientemente de que existe al menos una lengua -el bantú- en la que no existe el tiempo futuro. Resulta difícil que nosotros podamos siquiera imaginarnos una vida sin tiempo futuro y todo lo que esto conlleva, habituados como estamos a lo breve, a la relación interpersonal sucinta (a poder ser), a la comunicación en decadencia. Resulta difícil, decía, imaginarnos hablar de temas tan cotidianos como los pagos a plazos, las inversiones, la píldora del día después, la lucha por un ascenso o incluso la misma educación si no pudiéramos expresarnos en futuro y estuviéramos obligados a usar algún que otro recurso retórico. Ni que decir tiene que el esfuerzo intelectual que se precisaría en cada diálogo nos resultaría agotador a todos nosotros, que nos alimentamos en exclusiva de cualquier tipo de calmante moral que encontremos.
Nuestra vida esta supeditada al futuro y desechada en el presente. Somos seres que viven merced a su progreso como tales, aunque les pese a algunos oradores que olvidan en su charlatanería el significado real de las palabras. Somos, per se, progresiones, desarraigos del hoy. No saboreamos el presente porque ahora estamos pensando en el después y, por ello, como individuos, somos leves, inofensivos, sin peso, huella o presencia. Siempre habrá, no obstante, excepciones: personas que comprenden esta grave amenaza de intrascendencia y luchan por anclarse en el hoy y enseñárnoslo aunque su sacrificio quizás no merezca la pena hasta siglos después. Cada uno tendremos nuestra lista de trascendentes y ésta será legítima por el mero hecho de que a sus miembros alguien les considere así.
Pero más allá de esta reflexión lo que de verdad me preocupa es el bantú y, en especial, sus hablantes, los ugandeses. El que exista o no el tiempo futuro en una lengua influye, como hemos visto, en el modo de actuar y pensar de aquellos que la comparten. Vivir sin futuro se acerca, no obstante, a epicúreas y occidentales expresiones como carpe diem o seize the day, vive el presente, que el futuro ya llegará. El problema que se presenta estribará, pues, en la comprensión de un hecho tan particular como el que nos ocupa. Por desgracia, Uganda tuvo durante ocho años como gobernante a un malnacido que no entendió bien lo de vivir sin futuro y decidió erradicar también el presente de trescientos mil compatriotas; Idi Amin Dada, un caníbal sin tiempo. De ahí la importancia de la lengua y del uso que se hace de ella.
Y por último, ¿por qué imponer entonces un sistema de promesas de un futuro mejor como el democrático tal cual lo conocemos a gente que no vive nuestro tiempo? Quizás suene reduccionista pero es cierto, y no lo digo ya por la mera cuestión lingüística sino por algo más real. Pantomimas como realizar elecciones en Afganistán no engañan a su población, en todo caso a nosotros, consumidores de opio muy democrático, orgullosos analfabetos por mero gusto. Si somos capaces de tragarnos una patraña tal, si de verdad nos convencemos de que por ello las cosas en Afganistán empiezan a ir bien, entonces habrá que negar a Borges cuando decía aquello de que la democracia es un abuso de la estadística. No, hoy en día es una aberración de la estadística, y nosotros los culpables de que sea así.

Idi Amin Dada, dictador ugandés, se declaró ferviente admirador de Hitler y reconoció haberse comido (literalmente, sí) a alguno de sus lugartenientes. Casi nada.

jueves, 16 de marzo de 2006

La incomprensión es arte


Siempre abajo, siempre la mirada gacha. Los complejos, la falta de adaptación, los deseos nunca satisfechos y la deriva como forma de vida. Hay tanto dolor contenido en cada una de sus planchas que la conexión con el lector es desaforada, brutal, desproporcionada. No sé si es la melancolía de las miradas y las sombras, si la planificación de página apocada o el estilo lánguido, perturbador de frío; pero consigue volcarte dentro de todos y cada uno de los personajes, porque no hay buenos y malos, sólo colores de tristeza, latente o manifiesta en principio, siempre presente al final de todas sus historias. Entra como un torrente de decepción en la vida de sus personajes y los deja ahí, girando sobre ellos mismos, como una peonza, no los hace parar; el punto final está párrafos antes del último punto y aparte de la realidad. Y a todos los que aparecen en sus obras les afecta, repito, hasta al más accesorio, aunque no salgan más que en dos viñetas, porque la tristeza es el más contagioso de los males humanos. Y hay miedo, miedo a la soledad y al día siguiente, de ahí los ya nombrados falsos finales, y sobre todo a la rutina, presencia habitual en sus relatos, porque es la muerte en vida, la ausencia de movimiento: el estatismo, cualidad formal constituyente de su obra, las viñetas. Es decir, tiene miedo a lo que hace, no está seguro de nada salvo de su supervivencia, la suya y la de su desarraigo. De ahí su lenta producción: alarga sus períodos vitales, evita tener que pensar que mañana será otro hoy y que eso mismo lo lleva pensando tantos ayeres que ya no merece la pena recordarlo. Nosotros, en cambio, egoístas patológicos, cambiaríamos sin dudarlo un poco más de su sufrimiento por otra entrega de su imaginación.

Adrian Tomine, el Raymond Carver de los cómics, ha visto publicados en España dos volúmenes capitales de su obra en los últimos meses: Rubia de verano y Optic nerve. Se recomienda no mezclar con el anterior comentario si no se quiere inferir en tendencias claramente suicidas. Gracias.

miércoles, 15 de marzo de 2006

El hombre de Loussiana y Antony el tembloroso


Hace unos diez años que me lo impuse. No volverás a Madrid nunca más, me dije. Aquella vez estuvimos tres días aquí, porque el siguiente concierto, que era en Lille, se había cancelado. Dijeron que el público no había respondido como se esperaba. Y créeme, en esos tres días tuve tiempo de familiarizarme con vuestra vida, sobre todo con vuestro ruido, vuestro sudor y vuestro maldito modo de ser. Digamos que a un negro de setenta años de la Loussiana profunda le cuesta familiarizarse con el -cómo te diría yo- ímpetu enfermizo que alcanzáis en cada una de vuestras relaciones; amistosas, amorosas, da igual. Sí, ímpetu enfermizo. Este hermano con el que hablas debe ser la excepción de todo el gremio jazzístico que cuente más de sesenta años. No creo que haya muchos negros nacidos en los treinta, que pertenezcan a una band y hayan leído Humillados y ofendidos. Les hablas de Dostoievski y creen que te refieres a una marca de vodka. Hay vida después de las pentatónicas, los redobles y el contrabajo, pero pocos de mis compas lo saben. Fíjate cómo será la cosa que los de mi band andan más cabreados que una mona porque estamos teloneando a Antony & the Johnsons. Dicen que después de esta gira lo dejamos y que el público que está viniendo a estos conciertos no tiene ni puta idea. Que prefieren oír a un cabaretero travestido antes que una banda hecha y rehecha desde años como la nuestra. ¿Te das cuenta? Cuarenta o cincuenta años tocando y todavía no se enteran de que las barreras del jazz son tan finas como el papel de arroz. Tocamos junto a un cabaretero travestido, es cierto, pero no quieren ver que Marcus Miller se parece cada vez a más a la maldita Britney Spears, que estamos rodeados por bands con sintetizadores, ni siquiera que Chick Corea se tiró años haciendo lo que hizo y lo que hace, ni que el puto Miles Davis hacía jazz, claro, pero también muchas otras cosas y nadie quiere recordarlo. ¿Qué es el jazz? Para mí, tres palabras. Onanismo musical exhibicionista. Si encuentras una definición mejor me retiro, palabra. Y el crío éste, Antony, lo hace, joder que si lo hace. ¿A qué hora tienes la entrevista con él? Sí, siempre suele hacer esperar a los periodistas. A pesar de su aire frágil, lo cierto es que tiene algo de divo. Es ése de ahí, el de la mesa en penumbra, aunque desde aquí no se vea te puedo decir lo que está comiendo. Pescado hervido y agua. Todos los días. Supongo que será otra de las cosas por las que sufre tanto. En ese cuerpo tembloroso hay mucho dolor, aunque tampoco se advierta desde aquí. Es algo que mis compas no aciertan a ver, pero ahí hay algo muy grande, amigo. Lo que hace con su voz no he visto hacerlo nunca con ningún instrumento. Es el onanismo musical exhibicionista más descarado y sincero que he escuchado jamás, aunque mis compas lo manden todo a la mierda por no entenderlo. Mira, te hace señales para que vayas. Yo te espero a que acabes, recuerda que la próxima ronda la pagas tú, chaval.

Antony & the Johnsons, cantante afligido, ha sacado dos discos en los que nos invita a compartir su dolor congénito. Ideal para noches en que vuelves jodido a casa pero con ganas de más. Cuidado. Es muy dañino. Pero también muy bueno.

martes, 14 de marzo de 2006

Nacemos al revés


A pesar de que se esté frente a un blog, siempre aparece la duda ante la primera página escrita (o post), ante la primera frase, la primera palabra. Y, tras ella, el temor ante las propias posibilidades: ¿dos páginas más, quizás quince, jamás cincuenta? No obstante, no me faltaba razón ni siquiera en la primera línea: esto es un blog, así que a tomar por culo, fuera miedos. George Kaplan actuaría así, qué cojones.
Quién es George Kaplan, me preguntas. Con razón. George Kaplan no existe; es un personaje ficticio de una obra ficticia realizada en tiempos ficticios (sigue buscando). Tiempos de autobombo indiscriminado, de pesadillas art-decó hechas política, de apariencias convertidas en hábito. Como ocurre en Ciudad de cristal (“le dijo a sus amigos que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era que su esposa nunca habia tenido dinero. Y la verdad es que no tenía amigos”), nos mentimos porque aligera el espíritu de forma más sana y barata que los narcóticos. Bienvenido al mundo de las mentiras, bienvenido al mundo ficticio.
Al igual que los protagonistas del peliculón que da nombre a este blog (Están vivos, bajáosla ya, por Dios, que está protagonizada por el gaitero de Pressing Catch), una vez que nos hayamos dado cuenta de nuestras mentiras, abramos los ojos y echemos un vistazo como Dios manda a lo que nos rodea, por mucho que nos acojone. A partir de ahora, por estas líneas, recomendaciones para el niño y la niña que quiera sentirse un poco más inquiet@.
Y para no dejaros sin nada que llevaros a la boca el primer día, Donald Sutherland os dice hasta luego: “la vida está montada al revés: uno debería empezar muerto, jugar al golf unos años con un reloj de oro, luego trabajar durante un tiempo, ir a la universidad, buscar experiencias y probar los ácidos, ir a la escuela secundaria, jugar durante unos años, pasar nueve meses en un vientre y terminar en un orgasmo”. Amén.