Creo que no le vendrá mal a este blog hablar de una película de estilo clásico toda vez que en breve nos pondremos a rajar como locos de 300, que creo que habría que denominar en algún sentido como postcine. Y por ello me ha venido como anillo al dedo ver la segunda película de DeNiro como director, The good shepherd (El buen pastor), que áun no se ha estrenado en España.
Sorprende desde luego que Bob se haya metido en un embolado semejante, habida cuenta que su ópera prima, Una historia del Bronx, era la antítesis de la que nos ocupa ahora. Ha pasado de trasladar a la pantalla un relato de iniciación mafiosa del habitual en las lides del hampa Chazz Palminteri (es incluso la voz de Fat Tony en Los Simpsons, el no va más) a meterse ni más ni menos que en los veinte años que duró la gestación de la CIA. Toma ya.
Para ello ha pillado un reparto de esos que sólo consigue reunir Woody Allen, Marty Scorsese o, últimamente, Christopher Nolan. Por la película se pasan Matt Damon, Angelina Jolie, William Hurt, el propio DeNiro, Michael Gambon, Joe Pesci, Timothy Hutton o Alec Baldwin (sí, ya, los Baldwin apestan, pero éste en particular ha enlazado dos buenos papeles en Infiltrados y en ésta misma, así que le salvo del genocidio familiar que ha de practicarse tarde o temprano). De manera que, como el que no quiere la cosa, de primeras, la cinta atrae. Volveremos después a los actores.
Lo que te acaba de llamar la atención son dos hechos de los que te das cuenta una vez entras en el film. El primero, que después de ser el actor que ha estado metido en la mayor cantidad de obras maestras de toda su generación, a DeNiro se le ha pegado un poco de aquellos directores con los que ha tratado. De todos y de alguno más (The good shepherd respira ese aire turbio y minucioso que emanaba el JFK de Stone). Pero del que más ha aprendido, sin duda, es del productor de la peli, Francis Ford Coppola.
Salvando las distancias y sabiendo que las comparaciones son odiosas y patatín patatán, el estilo empleado recuerda sin duda a El Padrino. Un tono pausado, contenido, con escasas escenas de emoción o violencia contenidas, y con un protagonista... que es un cabrón con pintas. Michael Corleone y Edward Wilson son sociópatas inofensivos, que intentan mantenerse como tales y llevar una vida tranquila al margen de una sociedad que odian, pero que, por causas externas a ellos, acaban ostentando una gran porción de poder. Son un coñazo de tíos, pero acojonan.
En esto influye también el segundo hecho que me quedaba por hablar: el guión de Eric Roth, un hombre que empieza a hacerse un nombre. A pesar de lo que diga Dafaka, su libreto de Munich me parece soberbio (sólo lo empaña esa espantosa escena final del orgasmo que, desde ya, atribuyo a Spielberg y su dificultad para acabar sus últimas obras como Dios manda) y está trabajando en el próximo proyecto de Fincher, The curious case of Benjamin Button. Roth ha escrito una película incómoda, agobiante, igual que Munich, en la que la espiral de asfixia no hace sino crecer y crecer, pero que no puedes dejar de ver a pesar de lo antipáticos que resultan todos los personajes.
Y volvemos a los actores. Con Damon me está pasando como con DiCaprio, que se está esforzando por que acabe gustándome. Lo consiguió en Infiltrados, me atrapó en la última de Bourne y en ésta creo que hace el papel de su vida, la antítesis de lo que exigiría el típico guaperas que se cree la gente que es. Y en cuanto a Angelina Jolie, he de decir que no había visto nunca ninguna película suya y que en ésta, aun siendo una elección de casting un tanto extraña, se esfuerza un huevo por construir un papel de mujer esforzada. Y acabo creyéndomela, la verdad. Y si tengo que ir hablando del resto de reparto uno por uno me canso y no quiero, pero están todos genial.
Total, que os la bajéis ya, leñe.