
El día antes de marchar hacia Bruselas me armé de valor para ver la última película que me había comprado:
Grupo salvaje. Mi gusto por Sam Peckinpah nace de los tiempos en que estalló la fiebre Tarantino, en la que todo lo que era violento molaba. De ahí hubo que recurrir a la Historia para descubrir que lo de
Pulp Fiction o
Reservoir Dogs era bueno, pero no novedoso. La primera película que vi fue Perros de paja, en la que me encontré con un Dustin Hoffman muy diferente al que, en aquellos tiempos, sólo conocía de cosas como
Rain man. Esta película era el sueño de todos aquellos que nos veíamos como apocados o enterrados en un marasmo de convenciones que arrinconaban nuestro espíritu. La violencia era en este caso tratada con detenimiento, a cámara lenta en muchas ocasiones, una roja catarsis, un "llevarse a todo por delante sin importar las consecuencias" que me resultó original por su sinceridad, tan extraña de ver en el cine.
Y la segunda que vi fue
Grupo Salvaje. He de reconocer que no me enteré de nada la primera vez que la vi. La segunda empecé a comprenderla. Así sucesivamente. Esta última vez me ha maravillado. Y supongo que, cuando cumpla 30 tacos, comenzará a ser la película de mi vida sin discusión. ¿La razón? Pues no sé, pero creo que es la película de la madurez por excelencia.
Cuánto desarraigo debió sentir Peckinpah en vida, qué poco debía interesarle lo que le rodeaba cuando rodó lo que rodó y como lo rodó. Sólo he visto en cine algo semejante, por paradójico que resulte, en el cine de Malick. En esta ocasión, cuando llegué a la escena del poblado mexicano al que acuden huyendo de Robert Ryan, no pude evitar recordar que el carácter bucólico de esos minutos era el mismo que desprendía
El nuevo mundo. Otra vez el buen salvaje, otra vez la vida sin civilización como único modo de escape (tema recurrente en este blog pero de un modo totalmente inconsciente, advierto). De hecho, el personaje más despreciable de toda la película es ese Zapata de palo que negocia con los alemanes (la civilización), un salvaje reconvertido en hombre de occidente, un caín sin salvación.
Por ello, por cómo ese hombre ha mancillado el regalo que tenía (no pertenecer a la civilización
moelna) es por lo que los hombres de Pike se ceba con él y los suyos. El grupo salvaje es un puñado de renegados de la sociedad, que no tienen cabida en ella ni la necesitan, pero que no pueden huir de ella, esta sociedad les perseguiría por mera soberbia. Saben que están condenados, que no tienen hueco en ese tiempo en el que aparecen ya hasta los automóviles y toman la decisión. De hecho, ya la tomaron cuando marcharon de aquel poblado indígena (una de las escenas más conmovedoras que he visto jamás), pero la tortura de la que es víctima uno de los suyos (da igual que sea el más conflictivo de ellos) es sin duda el detonante.
Sólo queda por vivir un último contacto con una mujer, lo único cierto en sus vidas, y mirarse a los ojos:
- Es hora de irse.
- ¿Por qué no?
Nunca siete palabras encerraron tanto significado. Nunca las miradas y las palabras que pueden tener lugar en diez segundos pudieron llenar tantos tratados sobre la naturaleza humana.
Ya sólo quedaba el fin de la huida. Ya sólo quedaba la gloria.
(Se nota que me gusta, ¿no?).
The wild bunch
, la obra maestra de Sam Peckinpah está protagonizada, como ya se ha dicho, por Robert Ryan, pero los que de verdad se llevan la palma son William Holden y Ernst Borgnine. Todos ellos dinamitaron hasta sus cimientos el género del western. A su lado, Sin perdón
no es más que un gran epílogo, pero nada más (que conste que también me encanta).